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Adefesius Mekhano


H.G. Wells, el genial autor de ‘La guerra de los mundos’ y de una extensa obra que no tiene desperdicio, imaginó, en uno de sus relatos, una máquina del tiempo que permitía viajar por éste a quien la tripulase. El no menos genial inventor holandés Adefesius Mekhano  construyó una máquina para desplazarse por las diferentes dimensiones físicas que componen el universo. Me refiero a dimensiones con diferentes órdenes de magnitud espacial,  como serían el espacio físico que conocemos y reconocemos con nuestros sentidos; el microscópico, habitado por organismos unicelulares invisibles al ojo humano, como los protozoos, y al que podemos asomarnos sólo a través de potentes microscopios; y el macroscópico, del que tenemos conocimiento gracias a los telescopios. Este último intimidó desde un principio a Adefesius debido a la enormidad física y aparente fiereza de sus habitantes, que él había tenido oportunidad de observar gracias a un cuñado que trabajaba en Monte Palomar, así que centró sus experimentos en el microcosmos, que además tenía la ventaja añadida de no precisar para estudiarlo salir de su propia casa.

En sus extraviadas memorias –que yo recuperé valiéndome de mañas que para mi coleto guardo- da cumplida cuenta de los detalles de su investigación, que fue ardua, peligrosa y frustrante. No diré cómo, pero sí afirmaré porque así lo leí en las susodichas memorias –a las que concedo el más elevado crédito, a diferencia de lo que con sus homólogos financieros se comportan los banqueros en estos tiempos de pesadumbre económica- que Adefesius se transportó a ese microuniverso que subyace y nutre al nuestro, al visible vamos, para entendernos. Lo que cuenta nuestro héroe sobre la vida en tal sitio pondría los pelos de punta al más lampiño de los humanos. Tuvo, nada más aterrizar –es un decir-, un encontronazo con un heliozoo, al parecer agente de la autoridad, que le multó por aparcar en zona azul en horario comercial. Quiso explicarle Adefesius que era un humano y que había llagado a aquel mundo en una máquina construida expresamente para ello, a lo que el ceñudo heliozoo replicó que aquel cuento lo había oído más de una vez y que fuese circulando que había mucho tráfico esa mañana. Se dirigió después Adefesius al ayuntamiento para presentar sus respetos al señor alcalde, un paramecio entradito en años y en carnes, según se veía en un cartel de la última campaña electoral y en el que su foto en tres cuartos sujetaba un cartel en el que se leía: 'Por un micromundo mejor, no votes a los esporozoos’,  y al que para acceder era imprescindible rellenar por triplicado una solicitud de audiencia que sólo se podía conseguir tras aguardar horas en una cola de rizópodos que pretendían lo mismo que él. Cuando al fin le llegó el turno, el empleado que había tras la angosta ventanilla acristalada le comunicó que ya era hora de cerrar y que volviese mañana. Cuando Adefesius quiso explicarle lo mismo que al guardia el empleado le tosió en la cara y le dijo que si no estaba conforme que acudiese a la ventanilla de reclamaciones, pero también al siguiente día puesto que ya estaría cerrada. Nuestro amigo no daba crédito a lo que le estaba pasando y así debió expresarlo en voz alta porque un lobopodio que pintaba una de las paredes le comentó que qué le iba a contar, que llevaba desde siempre en el servicio de mantenimiento y que había visto cada cosa en aquella ventanilla…, pero que en fin, que él seguía a lo suyo, que era pintar aquella condenada pared que llevaba más de veinte años resistiéndosele.

Las peripecias de Adefesius fueron innumerables y a cual más surrealista, así que decidió regresar a nuestro mundo en el que, comenta ingenuamente Adefesius, esas cosas afortunadamente no suceden. Aquello, continúa, parecía un protozoológico. Poco después la máquina de Adefesius fue confiscada por el gobierno a causa del impago por parte de nuestro amigo de unos impuestos tan ridículos que ni en el microuniverso era probable que existieran, como concluye, desencantado y deprimido, en sus memorias, al caer por fin del guindo y advertir en qué mundo mezquino había estado viviendo toda su vida. Y es que para espabilar y ser conscientes por entero de la realidad que nos ha tocado en suerte no hay nada como viajar.

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