
Tendría yo unos cinco o seis años cuando una tarde de verano, en la casita de campo donde vivían mis abuelos y yo pasaba las vacaciones estivales, me dio por apedrear a una perrita sin raza que ellos tenían y por la que yo sentía, no obstante aquel repentino e inesperado arrebato, un gran cariño. Ella huyó con la cabeza vuelta hacia mí, sin apartar sus ojos asombrados de la ira infundada que despedían los míos. De inmediato me puse a llorar con desconsuelo. Allí aprendí que una buena persona puede portarse mal sin causa alguna, simplemente porque le apetece. Aquello me marcó dolorosamente y despertó en mí ya para siempre el anhelo por aprender a discernir entre lo bueno y lo malo, entre el bien y el mal, entre lo correcto y lo incorrecto. Descubrí con el tiempo que hay personas buenas que hacen el bien, personas malas que hacen el mal, personas buenas que hacen el mal y personas malas que hacen el bien. Estos dos últimos grupos son los que siempre me han interesado.
Que alguien se conduzca de un modo contrario a su naturaleza no es en absoluto inhumano, ni siquiera infrecuente, por la sencilla razón de que la voluntad es un atributo de mayor calado que la predisposición natural de una persona a comportarse de un modo u otro. Que esa persona asuma luego las consecuencias que se deriven de sus libres decisiones dependerá de su sentido de la responsabilidad, que es una cualidad que no se hereda y hay que adquirir y aprender a utilizar, lo que requiere tiempo y esfuerzo, y no todo el mundo –en realidad, más bien una minoría- está por la labor.
Una persona esencialmente buena puede, si es menester, comportarse mal, pero también puede hacerlo sin un porqué o, si se prefiere, sin una causa suficiente. Ya sé que parece una contradicción, pero existen ejemplos que ilustran esta afirmación. Pienso en una situación extrema, una guerra, por ejemplo. Imagino a un escuadrón enemigo arrasando un pueblo, matando y violando; imagino a un superviviente de la masacre, un hombre bueno, que fortuitamente se topa con un miembro rezagado de ese batallón asesino, que camina despistado y con el fusil cruzado a su espalda; puedo entender que el traumatizado superviviente se vengue en ese soldado, incluso que se ensañe con él. ¿Hay un motivo suficiente para explicar su salvaje conducta? ¿Puede el odio acabar con el odio? ¿La violencia con la violencia? Sólo si ha sufrido un episodio de lo que se denomina ‘locura pasajera’ podría justificarse su proceder, porque en tal caso no ha sido él quien ha actuado sino otro, por haber estado enajenado. En caso contrario, tenemos el ejemplo que andaba yo buscando: un hombre esencialmente bueno que se comporta mal sin un motivo suficiente. Lo más espeluznante del asunto es que ese mismo comportamiento lo podía haber mostrado nuestro héroe en circunstancias del todo pacíficas, es decir, sin un porqué. ¿Que en ese caso no es esencialmente bueno? No seamos ingenuos: los miedos y las pasiones vuelven loco al más cuerdo y malo al más bueno, y estamos a merced de ellas en un momento u otro de nuestras vidas.
Del mismo modo, una persona esencialmente mala puede hacer el bien. Hay casos de desalmados torturadores nazis que, ya viejos y en el exilio, han destacado en su nueva comunidad por su predisposición a la ayuda y por su caridad. De entre ellos, seguro que alguno hay esencialmente malo, de modo que ya tenemos el segundo ejemplo. Y ahora voy a retirarme a mis aposentos porque me están entrando ganas de darle una patada a este puñetero ordenador de las narices.
Comentarios
Mejor no vernos nunca en una situación extrema.
Conozco más a Jesús y aunque Kirkegaard decía que Jesús quería imitadores y no admiradores, está complicada la cosa, pero vendría bien intentarlo. A pesar de todo, él también tuvo su momento de ira con los mercaderes en el templo. ¿Será que la paciencia y la tolerancia tienen un límite, en el dejan de ser virtud?