
Estoy convencido de que hay una lápida de mármol que lleva escrito mi nombre, de mármol de Carrara, por supuesto. ¡Qué frío debe de hacer cuando uno está muerto! Muerto y enterrado, claro, porque si te incineran la temperatura sube, no así el alma, que debe aguardar el juicio final –no el de la humanidad sino el suyo específico-.
A veces pienso en un vampiro mahometano, ¿por qué no? Si es posible el vampiro cristiano –es una forma de catalogar, no lo tomen al pie de la letra- también lo es el musulmán y el judío –bueno, de este último dicen que es más que probable-. Contra él no valdrían como armas la cruz y el agua bendita, pero tal vez sí los ajos. El símbolo islámico es la media luna, y por lógica debería sustituir a la cruz como icono defensivo contra el vampiro infiel (por cierto, para los musulmanes fundamentalistas, por ejemplo los chiítas, un cristiano es un infiel, ¿sería entonces cristiano un vampiro infiel? Parece contradictorio, o no, el anticristo podría muy bien ser también el antimahoma, mismo perro y distinto collar; ¿existe en la religión musulmana el equivalente al Diablo en la cristiana?). Pero el mayor problema es que siendo los vampiros gente noctámbula, ¿qué pasaría las noches de cuarto menguante, cuando la luna fuese adelgazando su contorno para pasar de un semicírculo a una rodaja, replicando en el firmamento el símbolo religioso que hiere al vampiro? ¿Se quedaría en el ataúd, histérico y hambriento? ¿Usaría gafas polarizadas, en cuyo caso no vería ni torta y en vez de asaltar a un aldeano despistado a lo mejor la emprendería a mordiscos con un camello?
Los médicos son gente curiosa. Conozco un dentista que no sabe que existen las facturas ni las tarjetas de crédito. Es mi dentista. Tampoco sabe al parecer que hace más de diez años que la OMS prohibió el uso de metales pesados en los empastes. Ahora yo estoy intoxicado por mercurio y me toca medicarme durante un año. Pero lo peor es lo que he pasado, porque ningún médico de los muchos a los que acudí –pasé por casi todas las especialidades, en un peregrinaje humillante y cansino- acertó con el diagnóstico; así que acabaron por recomendarme que fuese a que me viera un psiquiatra. Eso hice, y el espabilado discípulo de Freud rubricó una diagnosis no muy específica, pero, hizo énfasis, con una clara base de personalidad doble. No me curó pero me duplicó su minuta. Ayer fui al urólogo; le conté mis peripecias médicas y le pedí que me palpara los genitales; me preguntó, intrigado, si acaso había notado yo algún bulto, o sentía dolor o escozor; le contesté que no, que era para que también él pudiera tocarme los cojones, que no quería ser el causante de un agravio comparativo entre profesionales de la salud.
Alguien dijo: ‘Si no sé que no sé, pienso que sé; si no sé que sé, pienso que no sé’; Ya lo había dicho Sócrates cuando afirmó que sólo sabía que no sabía nada; el emblema del Señor de la Montaña –Montaigne- era: ‘¡Yo qué sé!’. Es decir, ¿se puede llegar a saber? Quién sabe…
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