
La aristocracia, como los pingüinos, es una especie en vías de extinción; e igual que las nobles aves, se resisten a desaparecer, aunque a diferencia de éstas, su fin no sería lamentado sino por ellos mismos –caso de que, en lugar de por extinción, el final de algunos de ellos fuese un descenso en el escalón social como consecuencia de la pérdida de sus dudosos privilegios y pomposos títulos-. Siempre me han atraído los príncipes y las princesas, no sé bien por qué. Ese título –a diferencia de los de conde/condesa o barón/baronesa/- posee unas connotaciones tan glamorosas como difíciles de especificar, tal vez como consecuencia inevitable del poso que en el subconsciente nos dejaron tantos cuentos infantiles protagonizados por ellos y ellas. Hay, desde luego, diferentes tipos de príncipes/esas que se pueden agrupar, al menos literariamente, en dos grandes clases que también son arquetipos históricos: los buenos y los malos, personificados, respectivamente, por el ‘Príncipe azul’ y el ‘Príncipe de la Tinieblas’. El primero de ellos rescata a cenicientas pobres calculando a ojo el número de zapato que calzan, despierta a bellas durmientes con besos escatológicos y transforma ranas en bellas jovencitas mediante besos nauseabundos. Después de realizar dichas tareas el príncipe les jura amor eterno, y es de suponer que cumple su promesa, aunque sea sólo durante un ratito. También es de suponer que las princesas, cuyas ocupaciones van muy parejas a las de sus homónimos masculinos, acaban por caer rendidas de amor ante sus rescatados, o simplemente rendidas, pues tanto rescate debe de resultar agotador. Respecto a esta clase principesca yo me pregunto: ¿Por qué diantre no se emparejan entre ellos y dejan tranquilos a los pobres, los durmientes y los anfibios? ¿Para qué necesitan extraerlos de una vida ya asumida y tal vez feliz o al menos inconsciente de cualquier posible mejora? Para joderlos después a través del desengaño. Así de simple y así de cruel.
La segunda clase, la que personifica el Mal, es de lejos la más interesante. En primer lugar porque Lucifer, el creador de la saga, no perdió la dignidad ni el título tras ser expulsado del Paraíso, sino que creó otro Reino con sus propias manos y en él gobierna a su antojo. ¿No es esa acaso la esencia de la ética protestante? ¿El mismísimo sueño americano? ¿La alegoría de su historia? Crear un imperio con las propias manos partiendo de cero; por eso es tan respetado –incluso admirado- en la sociedad occidental, aunque por motivos no admitidos de naturaleza hipócrita y beata luego todos digan que lo que quieren es ir al Cielo. En segundo lugar, en las tropas del Príncipe de las Tinieblas habitan seres de un magnetismo literario y cinematográfico visceral: vampiros, licántropos, diablillos menores, zombis, momias, etc. ¿Quién no ha sucumbido a la fascinación que ejercen estos personajes sobre el lector o el espectador? ¿Quién no ha deseado ser seducido por un vampiro o una vampiresa y succionado/a –da igual dónde- hasta el éxtasis? Íncubos, súcubos, sátiros, brujas, nigromantes, constituyen la faceta morbosa del Mal, su cara más atrayente y su piedra de toque fundamental: la seducción inevitable del Pecado, su mirada hipnótica de cobra diabólica, el vértigo tentador del abismo, la fascinación de la Perdición. Sabemos que supondrá tal vez nuestra desgracia, nuestra alienación, y aún así nos dejamos atrapar en su tela de araña, en el engañoso cepo imantado de su persuasión. Después, hipócritamente también, algunos nos arrepentimos. ¿Por qué nos comportamos así, con lo que nos han repetido desde muy chicos lo mal que está hacerlo? Porque en el fondo nos gusta una barbaridad. Así de simple y así de excitante.
Como decía Oscar Wilde: “Puedo resistirlo todo, menos la tentación.”
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