
Hace unos días experimenté un ‘deja vu’, que es el término empleado por los psicólogos para referirse a la experiencia de estar viviendo algo que ya se ha vivido antes. Creo que todo empezó la mañana de ese mismo día cuando, sin venir a cuento, me dio por leer a Juan Escoto, filósofo irlandés del siglo IX. Escoto fue un portento de filósofo precoz, pero también poco riguroso y nada ortodoxo, y eso se advierte enseguida porque cuando topa con una aparente contradicción que debe salvar apelando bien a la fe, bien a la razón, opta invariablemente por esta última, comportamiento que estuvo a pique de salirle caro en más de una ocasión. Fue el primer filósofo que, ignorando la perenne espada de Damocles que suponía la censura del Papado de Roma, tuvo la osadía de abordar los asuntos relacionados con el dogma cristiano desde un punto de vista racional; y salió airoso –bien es cierto que la protección del rey francés Carlos el Calvo tuvo algo que ver con su suerte-.
La proposición que cimienta su sistema de creencias es tan sencilla como ridícula: “Si Dios es posible, existe”. Tras dedicar un buen número de páginas a demostrar la imposibilidad de que Dios no sea posible, su consecuencia, es decir, su existencia –la de Dios- queda nítidamente demostrada. Asimismo, afirma sin titubear que el mal no proviene de Dios porque su existencia –la del mal- no es necesaria y por tanto no puede tener una causa. Remata su pintoresco razonamiento repitiendo algo que ya había sido dicho mucho antes de que el bueno de Escoto naciera: que el mal es sencillamente la ausencia del bien. Qué bien, pensé, ya me quedo más tranquilo.
Cuando terminé la lectura no pude evitar discurrir sobre el asunto y acabé por armarme un verdadero lío. Entonces me acordé de una anécdota que cita Amos Oz en su estupendo ensayo ‘Contra el fanatismo’. Es acerca de un judío que se sienta a tomar un café y su compañero de mesa le dice que es Dios. Al principio el judío no se lo cree, pero tras varias pruebas irrefutables acaba creyéndolo. Entonces le pregunta lo que todo judío que se precie le preguntaría enseguida a Dios. Dice: “Querido Dios, por favor, dime de una vez por todas qué fe es la correcta, ¿La católica romana, la protestante, la judía, la musulmana? Y Dios responde: Si te digo la verdad, hijo, no soy religioso, nunca lo he sido, ni siquiera estoy interesado en la religión”.
Esto me llevó a pensar que si Dios existe, le debe importar un pimiento que los humanos crean o no en su existencia. Es más, visto el panorama histórico-religioso, pensé, estoy convencido de que hace todo lo posible para pasar desapercibido, porque cualquier manifestación de su existencia podría empeorar la situación. Y en ese preciso instante experimenté el ‘deja vu’. Tuve la certeza absoluta de que yo era Dios y de que lo había sido también en tiempos de Juan Escoto, con la única diferencia de que entonces mi existencia era necesaria y ahora, por desgracia, no lo era (o sea, que a freír tomates los argumentos de Escoto). Cosas del desarrollo, pensé, pero la culpa es mía por haber dotado de libre albedrío a esta manada de borricos.
Comentarios
Nadie me ha dado razones lógicas, ni a favor ni en contra, de la existencia de Dios. Así que a lo mío.
No me choca que Dios no esté interesado en la religión. No sé ni cómo quiere ser Dios después del resultado del producto.