
Si consideramos el egoísmo como un rasgo genético con que la Naturaleza nos dotó con el fin de favorecer nuestra supervivencia, su maltrecho prestigio cobra una súbita revalorización. Bien mirados, todos los defectos del alma que en cualquier momento de la Historia -que, según Jardiel Poncela, no es más que la mentira encuadernada- han sido considerados como tales por la moral vigente, tienen cuando menos una mínima justificación, para alivio de quienes los padecen o han padecido. Esto no es motivo de disculpa para los moralistas, que han condenado y condenan, (e incluso han llegado, en su fanática batalla contra la impureza, hasta donde las leyes o la paciencia de los tolerantes les han permitido – aunque su fin siempre ha sido, neciamente, el exterminio-) cualquier infracción del código moral que no proceda de ellos mismos.
A propósito de estos defectos, la moral cristiana –que los llama pecados- ha venido dando históricamente una de cal y otra de arena, casi siempre de manera simultánea. Lo que el canon condenaba, el clérigo absolvía, a no ser que el asunto fuese de bulto y no bastasen entonces unos cuantos padrenuestros. Otras morales religiosas han sido más o menos intransigentes al respecto –unas más, otras menos-, pero nunca del todo permisivas, que hay que mantener unido al rebaño y recordarle que no es otra cosa que rebaño y por ende su individualidad tiene un carácter colectivo, y un todo completo no debe carecer de ninguna de sus partes, por muy cabreadas que alguna de éstas anden.
No es sorprendente que la moral laica siga parecidos derroteros, que por algo desciende –o ha evolucionado a partir- de la religiosa y no es fácil olvidar de golpe lo que tardó siglos en aprenderse, sobre todo si la letra entró con sangre, como ha sido muy habitual en otras épocas.
Yo por eso no soy muy partidario de casi nada ni nadie y soy mi propio faro, y a mi sola luz persigo. Soy un egoísta hedonista que busca su propia salvación a través de los placeres mundanos -que nada tienen que ver con los que disfruta la mayoría-. Busco mi norte en insomnes madrugadas mientras el tiempo pasa sin hacerme daño. Leo y leo y nada aprendo, vivo sin darme cuenta y sólo me aburro cuando estoy acompañado, aunque disimulo con bastante decencia. Procuro ser fiel a la sabiduría de Quevedo, ese genial egoísta: “Vive para ti solo si pudieres/pues sólo para ti si mueres, mueres.”
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