
Aquel invierno hizo mucho frío. Las calles se vistieron de blanco y las ramas de los árboles apenas soportaban el peso de la nieve. Fue el invierno que me enamoré por primera vez. Tenía siete años. Era época de vacaciones, así que cada día cogía mis patines y caminaba hasta el lago para patinar sobre su helada superficie. Y para estar cerca de ella. Se llamaba Carolina, era delgada y alta, sobre todo con los patines puestos, y no tenía la menor noticia de mi existencia, aunque íbamos al mismo colegio. Yo dibujaba piruetas difíciles cuando estaba junto a ella en el lago, para llamar su atención luciendo mi virtuosismo, pero sólo se fijó en mí el día que el hielo cedió y yo caí a las heladas aguas. Entre varios chicos lograron sacarme antes de que me congelara. Luego me llevaron al hospital y el doctor me recomendó reposo y una dieta de caldo y pollo al menos durante una semana. Mi madre se empeñó en que cumpliera escrupulosamente lo prescrito por el médico, así que estuve toda una semana lejos de ella, sin verla reír con sus amigas, embutida en su pelliza rosada y su gorro con un pompón lila. Alejado por mi torpeza de su sonrisa luminosa y de la miel de sus ojos. Cuando mi madre consideró que ya estaba curado corrí con mis patines hasta el lago, y descubrí con asombro que ya no estaba helado. Una inesperada subida de la temperatura lo volvió impracticable para el patinaje. Me resigné a esperar hasta la vuelta al colegio para verla de nuevo.
El esperado día llegó, las vacaciones quedaron atrás y yo busqué a Carolina con desesperación. No la vi. Me dijeron que su familia se había mudado a otra ciudad menos fría, muy al sur. Sufrí con toda la capacidad de sufrimiento de los siete años. Para olvidarme de su recuerdo me apunté a todas las actividades escolares que pude, comencé a practicar deportes con chicos de más edad. Al final, con los años, me convertí en un buen futbolista. Me casé con una modelo y era razonablemente feliz. Una tarde, mientras jugaba un partido, me fijé en la grada y la vi. Tenía la misma sonrisa y aquellos ojos de miel. No pude apartar mi vista de ella, por eso no vi venir a aquel defensa bestial que corría hacia mí como un toro. Me fracturó el tobillo. En el hospital mi madre se empeñó en que me diesen una dieta a base de caldo y pollo. Me comentó que habían bajado mucho las temperaturas y que el campo de fútbol estaba helado. Igual que nuestro lago, ¿te acuerdas?, dijo. Supe que jamás volvería a ver a Carolina. El cartero nunca llama más de dos veces.
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Sonia