
Hay momentos en que me dejo llevar por el pesimismo y la sombra de la duda me cubre. Sólo veo espesura gris en el horizonte y me vuelvo especialmente sensible a los problemas, sobre todo a los míos. Leibnitz afirmó –quiero creer que con hipocresía- que vivimos en el mejor de los mundos posibles. No consigo imaginar el peor. En esos momentos mi principal preocupación es no perder de vista mi sombra, temiendo extraviarla, porque estoy convencido de quien pierde su sombra, pierde también el alma, y yo a la mía le tengo cierto aprecio –aunque la he hipotecado más de una vez; siempre por amores, eso sí-. Por eso procuro estar en todo momento cerca de una fuente de luz que haga salir de mi cuerpo a mi alma para convertirla en sombra, en esa sombra que, unida a mi cuerpo por los pies, se proyecta sobre los objetos con la forma de mi cuerpo desvirtuada, unas veces como línea alargada y fina que se extiende hasta el horizonte, otras como mancha informe que permanece muy cerca de mí. Son esos días marrones de que habla Audrey Hepburn en ‘Desayuno con diamantes’, días oscuros y cansinos como buitres dibujando círculos en las alturas sobre el cuerpo inmóvil y moribundo de un viejo león que pronto será su almuerzo. Días de luz desleída y triste que no se refleja en los parachoques de los coches, de luz apagada y fría de invierno que propicia pensamientos lúgubres y dolores reumáticos. Por eso no salgo a la calle esos días, porque la luz no tiene fuerza suficiente para reflejar mi sombra, así que me quedo en casa, leyendo a Pessoa a la luz de un flexo con una bombilla de cien watios, mirando de cuando en cuando por el rabillo del ojo a mi sombra, vigilándola, cerciorándome de que sigue a mi lado leyendo a su vez la sombra del libro. A veces siento que también ella me observa a mí, es una percepción que no procede de los sentidos, pero no por ello menos cierta. Me vigila, como temiendo perderme y quedarse entonces también ella sin alma, sin nuestra alma. A menudo, justo en esos momentos de mutua adivinación, de vigilancia recíproca, estalla una tormenta y se va la luz. Entonces ambos nos quedamos quietos, asustados y con el alma en vilo.
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