
Hace mucho tiempo viví durante unos meses en una cueva, como un ermitaño. Desde mi refugio contemplaba el paso de los días como copias de sí mismos que se intercalaban con noches idénticas y monótonas. Observar el paso del tiempo es una dedicación estéril, nada obtuve de ella y en cambio sí perdí, curiosamente, el tiempo, mi tiempo que se me iba, arrastrado por el que pasaba, absorbido, succionado, arrebatado, dejando un vacío en mí que me hacía más frágil porque me acercaba más a la muerte. Recuerdo que buscaba el conocimiento, y para ello me fui a la cueva de aquella breve montaña sobre el altiplano de unos páramos lejanos, con un pellejo de agua y carne salada por todo alimento. No recuerdo el número de días que habité aquella cueva, pero sí que pasaba hambre, y que, en vez de encontrar el conocimiento, lo perdía con frecuencia debido a la desnutrición. Alcancé algunas veces, no obstante mi estado, o tal vez gracias a él, un plano contemplativo durante el que me fundía con la vida, con el mundo, con el cosmos, con los animales de la estepa, con las hormigas; yo era el Todo, y el Todo era yo, cabía en los límites de mi persona como mi persona se expandía y llenaba la inmensidad vertiginosa de aquel; era una comunión perfecta donde se me abrían los secretos más ocultos y mis ojos veían lo que nunca imaginé que pudiera ser visto. Oí los gritos de guerra de todos los guerreros y los gritos de dolor de todas las víctimas. Sentí la gracia divina, la tentación del abismo, el ansia de volar hasta quemarme con el Sol, el vértigo de la caída interminable, todos los deseos y todas las desilusiones de todas las personas. Rocé la Eternidad y fui devuelto, desnudo y desvalido, al frío suelo de mi cueva, a mi inhóspita soledad de alienado que busca respuestas a preguntas que no sabe formular, o desconoce su sentido, o no sabe que no deben ser formuladas porque no hay respuestas o si las hay son imposibles. Hoy recuerdo aquellos días y aquellas noches con un resto de cariño que no sé de dónde procede ni a qué es debido. Tal vez sea que añoro la soledad muda y sorda de quien sólo aspira a contemplar indefinidamente el paso del tiempo. Sólo a eso; y tal vez a la gracia suprema de una mínima revelación como si fuera una respuesta que no ha de cambiar nada, una respuesta vana por incomprendida, una respuesta a una pregunta que nunca sabré formular, que está más allá del horizonte de mis facultades, tal vez de las de cualquier persona. Puede que esa pregunta sólo la sepan hacer los dioses, y que no la hagan porque temen no comprender la respuesta. Ni los propios dioses actúan como tales cuando existe un mínimo riesgo de fisura divina que los convertiría entonces y para siempre en simples humanos, y tendrían que vivir en cuevas aisladas del mundo para buscar respuestas a preguntas que no deben ser formuladas. Y así sucesivamente.
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