
A menudo se dan situaciones absurdas que, si se fuerzan lo suficiente, acaban por cobrar sentido, un sentido falso en sí mismo, pero verdadero para las personas involucradas en este tipo de circunstancias. Un ejemplo extremo sería el del cuento del rey al que un modisto avispado vendió un traje invisible, y con él puesto paseó, luciéndolo, ante su pueblo. Fue necesario que un niño –los niños siempre son más difíciles de engañar, en contra de lo que se cree- voceara que el rey iba desnudo para que se rompiera la baraja y todo el mundo, incluido el rey –y para su escarnio-, abandonara aquel juego absurdo de creer en trajes invisibles. Otro ejemplo podría ser el del borracho que ha perdido las llaves y las busca a la luz de una farola; se acerca un transeúnte y le pregunta si le puede ayudar, a lo que el borrachín responde que desde luego. Cuando, tras un buen rato de búsqueda infructuosa el buen samaritano le pregunta si está seguro de haber perdido las llaves precisamente allí, el borracho responde que no, que en realidad las ha perdido varios metros atrás, pero que las busca bajo la farola porque hay más luz. Supongamos que un número suficiente de personas debidamente ‘autorizadas’ propagan una sandez del tipo de las anteriores, en ese caso habrá una buena cantidad de personas que estén dispuestas a respaldar dicha sandez, simplemente porque para ellos no será una sandez sino que constituirá una ley inexorable. ¿Por qué? Pues es obvio chaval, lo han dicho Fulanito y Menganito, ¿te parece poco?
Con esa respuesta se está esgrimiendo el ‘argumento de autoridad’ –Magister dixit-, que es un tipo de razonamiento ‘ad hominem’, es decir, que da menos valor a lo que se dice que a quién lo dice. Este argumento se ha empleado innumerables veces a lo largo de la Historia en todos los ámbitos de la sociedad, y aunque parece bastante evidente que se trata de un argumento falaz, nadie hace ascos, cuando la ocasión lo requiere, en recurrir al mismo para llevarse el gato al agua. Ni que decir tiene que además de su inconsistencia intrínseca, el argumento es susceptible de adornos truculentos, como cuando se cita en falso, por ejemplo, por desinformación o adrede, en función de la índole ética del sofista de turno, o lo que es casi peor, cuando se saca de contexto lo citado y se pretende utilizar en un sentido distinto al que tendría en su justo marco. Así puede ocurrir que Leibnitz, que fue un eminente matemático y físico y que lo abandonó todo por la filosofía tras una revelación divina -campo del conocimiento en el que se obcecó en encontrar una 'justificación de Dios', usando a veces argumentos dogmáticos impropios de su talla intelectual- diga, como siglos atrás dijo Escoto, que ‘Si algo es posible, entonces tiene que existir’. Ahora vaya uno –no ahora, sino en su época- a decir que esa afirmación a lo mejor, no sé, pues que no es del todo cierta, en mi humilde opinión quiero decir, o sea… Te comen por sopas por haber osado llevar la contraria al Maestro.
Hoy en día la autoridad incuestionable y por excelencia es la Estadística. Lo que dicen las encuestas va a misa y pobre del que se atreva a opinar de manera diferente al resultado oficial de una encuesta. Te miran como a un bicho raro o simplemente piensan que eres tonto. Y la Estadística, como cualquier otro Maestro de autoridad indiscutible que en el mundo haya sido, influye en las opiniones de los ciudadanos y en sus actos, los condiciona, porque la mayoría de la gente carece de criterio o es demasiado perezosa para reflexionar un poco sobre el asunto en cuestión, o simplemente para reflexionar, sobre lo que sea. Me viene a la cabeza una anécdota que cuenta Viktor Frankl a propósito de una encuesta que se llevó a cabo en Estados Unidos -creo recordar que en los años cincuenta del siglo pasado- sobre la infidelidad masculina en el matrimonio. Los resultados reflejaron que un 30% de los varones casados eran infieles. Al año siguiente se repitió la encuesta y el porcentaje subió al 50%. En opinión de Frankl, ese 20% añadido estaba compuesto por maridos que habían tenido intención de ser infieles pero que por miedo a ser pillados lo habían sido sólo en fantasías; el dato estadístico incontestable de que muchos otros estaban cumpliendo sus sueños sin ser descubiertos los animó a sacar sus deseos del mundo de las fantasías y hacerlos realidad.
El tema tiene mucho jugo. Las expectativas económicas que la gente tiene sobre el comportamiento de los mercados del año próximo, por ejemplo, influirá una enormidad sobre la realidad económica de ese año. O la anécdota mil veces repetida y mil veces cumplida del ‘broker’ financiero que augura una caída de determinados valores bursátiles; se corre la voz y la gente vende y vende hasta que nadie los quiere; y entonces esos valores pierden valor, como se predijo, sólo que fue la predicción la que ocasionó la caída -autofulfilling prophecy, llaman los psicólogos a esta circunstancia-. Esta paradoja macroscópica la enunció a nivel microscópico Heisenberg al afirmar que la observación de un electrón lleva consigo un elemento de alteración en lo observado. De la misma forma, la divulgación de los resultados de una encuesta lleva aparejado un fenómeno de influencia que desvirtúa los resultados de su repetición.
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