
Escribo estas líneas con enorme esfuerzo y sólo porque me he comprometido conmigo mismo a no valerme de la excusa de mis brotes enfermizos para dejar de escribir, así que no puedo defraudarme porque en el fondo me tengo cierto cariño. No me gusta quejarme, pero hay ocasiones en que no puedes hacer otra cosa, como un gato moribundo tras ser atropellado por un coche. El coche de la mala salud es temerario y no respeta las reglas de circulación, por eso hay que andar con pies de plomo y mirar a ambos lados antes de cruzar la calle. Y aún así te atropella. Pues atropellado y todo hoy voy a escribir esta entrada en mi blog, que es el de ustedes. Lo que no sé es sobre lo que voy a escribir aunque por lo visto ya lo estoy haciendo, y quizá sea esa la mejor manera de abordar la escritura, como sin querer pero en el fondo queriendo (y queriendo una barbaridad), así, un poco a lo tonto, como quien habla por hablar –la mayoría-, pero disfrutando de ello, así que tal vez sea mejor decir como riendo por reír.
Cada día estoy más convencido que la inspiración, entendida como ese estado de gracia en el que aunque te lo propongas es casi imposible que escribas mal, procede de estados anímicos perturbados, pero no patológicamente perturbados –vamos, que no requieren psiquiatra-, sino vitalmente perturbados: uno escribe sobre lo que ama, o sobre lo que odia, o sobre lo que teme, pero para hacerlo con la suficiente tensión literaria –para que sea creíble lo escrito- hay que estar amando, u odiando, o temiendo; o haber amado, odiado o temido con la intensidad suficiente como para que haya quedado una huella indeleble en el alma. Juan Rulfo decía que sólo hay tres temas posibles sobre los que escribir: la vida, la muerte y el amor. Yo estoy bastante de acuerdo, y sólo puntualizaría que una vida sin amor debe de ser lo más cercano a la muerte que se puede estar sin haber muerto, y sobre eso no valdría la pena escribir, salvo que hacerlo te devolviera de nuevo a la vida.
Por hoy creo que ya es suficiente, mi trabajo me ha costado, pero termino estas reflexiones con el ánimo más ligero que cuando las comencé, así que ha valido la pena. Siempre vale la pena hacer algo que te alegre al vida, y si de paso se la alegras a alguien más, pues miel sobre hojuelas.
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