
Me encontraba bebiendo una jarra de vino en aquella taberna maloliente que había en un cruce de caminos en mitad de aquellos páramos lúgubres y desabrigados cuando apareció el viejo de las mil vidas. Se sentó junto a mí y, con su habitual porte altivo realzado por la tupida barba blanca y las pobladas cejas, fijó la mirada en algún punto más allá de este mundo y me pidió que lo convidara a una jarra de leche de cabra. A cambio, me contó la siguiente historia.
“En un poblado remoto del cáucaso una campesina débil y enfermiza dio a luz a dos gemelos. Ella murió a los pocos días y su marido tuvo que partir con los demás hacia las tierras donde comenzaba la temporada de la siega. Dio a sus hijos en adopción. Uno, elegido por la Fortuna, fue acogido por un matrimonio de la alta burguesía que no podía tener descendencia. Lo criaron como a un hijo propio y lo quisieron de la misma manera. Nada le faltó en su infancia ni en su adolescencia; sus padres le amaban ciegamente y le concedían todos los caprichos. Pero la avaricia fue anidando en su pecho con el tiempo. Siempre necesitaba más; lo tenía todo pero no era suficiente. Mató a sus padres en un arrebato de ira. La Fortuna lo salvó y un pobre campesino ocupó su lugar en la horca. Con apenas veinte años era inmensamente rico, pero sentía que algo le faltaba. El día que su cirujano le comunicó que un mal incurable había necrosado uno de sus riñones y que sólo era cuestión de semanas que se extendiese a otros órganos si no se reemplazaba cuanto antes el riñón dañado, se acordó de su hermano gemelo. Sabía de su existencia porque sus padres adoptivos decidieron contarle la verdad desde el principio. Tenía que averiguar dónde se encontraba y hacerle venir.
El otro gemelo fue elegido por la Misericordia. Se crió en una granja donde no existía la abundancia y pronto aprendió a ganarse la comida con sudor y esfuerzo. Padeció fatigas pero fue feliz, creció sano y fuerte y sólo se entristecía cuando durante las insomnes noches de verano añoraba algo que desconocía pero que necesitaba. Cuando fueron a buscarlo de parte de su hermano lloró de alegría. Él no sabía la verdad, nadie le había dicho nada. Cuando llegó a la estancia de la mansión donde le esperaba su hermano quiso abrazarlo, pero fue rechazado. Con palabras bruscas y vacías de sentimiento el hermano le ofreció parte de sus riquezas a cambio del riñón que necesitaba. Él lloró de nuevo y le respondió que haberlo encontrado era suficiente recompensa para él: le regalaba el riñón.
El hermano rico desconfió, no estaba acostumbrado a esa clase de gestos nobles, menos a la magnanimidad, y recelaba alguna trampa oculta para arrebatarle sus riquezas. Decidió que mataría a su hermano, así dispondría además de otros órganos por si hiciesen falta. Transmitió sus deseos al cirujano. Éste, muy a su pesar, cumplió el encargo. Cuando acabó la tarea fue a ver a su señor.
‘Malas suerte para ti, señor. Tu hermano tenía tu misma enfermedad. Creo que os parecíais más de lo que tú quieres reconocer. Uno de los dos llevó una vida equivocada. Tú debes saber quién.’
Al quedar a solas, el gemelo comprendió que había matado a la mitad de sí mismo, a la mejor mitad. Estalló en un llanto histérico de recién nacido, fue consciente de su tara irremediable, pensó en suicidarse, pero la Misericordia del hermano asesinado se apiadó de su corazón doblemente maldito: por haber vivido una vida falsa y por haber dado muerte a su hermano. Dicen que vendió sus posesiones y repartió el dinero entre los más necesitados. Desde entonces nadie le ha vuelto a ver. Cuentan que no llegó a morir, que su riñón sanó milagrosamente, y que vive como un mendigo en cualquier parte.”
Me quedé pensando un rato y decidí preguntarle al anciano cómo pudo curarse aquel riñón desahuciado.
‘Eso nadie lo puede saber, pero si quieres mi opinión, creo que la leche de cabra va muy bien para los riñones’, contestó, dando un largo trago a su jarra.
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