
Dedicó su vida al conocimiento, aunque nunca lo disfrutó, porque no se detenía a paladear los sutiles manjares que los libros y los años le ofrecían, sino que los iba almacenando, como nueces las ardillas, para degustarlos algún día que nunca acababa de llegar, ya que él lo demoraba sin remordimientos ante la arrolladora seguridad de que era más fructífero el tiempo dedicado a la cosecha. Con la constancia de los obcecados y la urgencia del amante primerizo se esforzaba día tras día en aumentar el tamaño de su sabiduría con la equívoca esperanza de que le libraría de sus miedos. No advirtió hasta que fue tarde las infinitas posibilidades que la vida le brindaba, tan cegado estaba por su sed de ideas singulares, de opiniones distintas, de hallazgos reveladores. Por vivir más sabio que el resto de los hombres no le quedó tiempo para vivir una vida real fuera de sus mamotretos. Pensaba sin sentir, como un autómata programado para repetir su misma historia un día tras otro, una historia falsa y triste que tan poco tenía que ver con la realidad o la verdad tan ansiosamente perseguida en librerías y bibliotecas cuando tuvo que haber buscado en cenagales y estercoleros, únicos almacenes de certezas humanas, como tarde comprendió. Los años le brindaron la oportunidad de comprobar en sus carnes los estragos del olvido, que corroía sus recuerdos tan fatigosamente atesorados como la carcoma la madera. La terrible evidencia de este hecho espoleaba su avidez de nuevos datos, fechas, fórmulas, parámetros, criterios y teorías con que rellenar los huecos de su memoria, en una carrera desenfrenada e inútil en la que, como la locomotora con su propia madera, alimentaba su insaciable afán de cultura con los mismos libros que le infundieron aquel anhelo hacía tantos años, y que los releía sin ser consciente de que vivía de nuevo en su vejez su remoto afán juvenil de erudición recorriendo los mismos caminos que le llevaron hasta donde estaba, en un círculo sin fin donde los conocimientos ya olvidados eran reemplazados por otros idénticos que, no pudiendo incrementaban su bagaje intelectual, lo condenaban a un estancamiento dinámico donde lo que se perdía por una grieta o aliviadero de la memoria, se recuperaba, en la misma cantidad y con exacta similitud, por el caudal de alimentación de los mismos libros de antaño. Cuando fue consciente de que su impulso irracional de querer saberlo todo no era más que el fruto podrido de su soberbia y una falta de respeta a Dios, quiso detener aquel sinsentido, pero la inercia de toda una vida fue demasiado peso para sus debilitadas fuerzas y no pudo sino seguir haciendo lo que siempre había hecho, aguardando tristemente a que la muerte terminara con aquella locura sin fin. Ni docto ni erudito, supo al fin que había desperdiciado su vida, pues la cercanía de la muerte le abrió los ojos y le proporcionó la perspectiva adecuada para comprobar, abatido, la insignificancia de la península de todos sus saberes frente al vasto continente de lo que no le sería dado conocer. Trató de consolarse con el pensamiento de que moría al menos menos necio de lo que había nacido, pero hasta en eso se equivocó, porque en su ensimismamiento obcecado de sabio loco y solo no había sabido comprender que el tiempo había pasado sobre él sin tocarlo, dejando inmaculada hasta su muerte la mendaz ceguera que le había arruinado la vida.
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