
Aunque la cuestión que tanto pavor le causaba es tan trivial como el ser humano y tan antigua como la propia humanidad, él pensaba que en su caso, el terror a la muerte era de una naturaleza mórbida tan retorcida que lo exacerbaba hasta un punto en que ya no sabía a qué temía más, si a la idea de la muerte, o al miedo que le causaba la idea de la muerte. Como era de naturaleza cobarde, se pasó la vida tratando de disipar sus angustiosas cavilaciones a través de la práctica de múltiples y agotadoras actividades que mantenían su mente alejada de aquellos funestos pensamientos. Puso tal empeño en la consecución de objetivos pretendidamente loables -y que él sabía vanidosos y vicarios, además de sucedáneos-, tal esmero en el desempeño de sus fatigosas tareas, que cuando consiguió fama y riqueza se sintió perplejo por el rápido e inesperado cumplimiento de sus ambiciones, y asolado ante la perspectiva de una vida sin objetivos que le condenaba a ensimismarse con sus temidas reflexiones, decidió que para no verse obligado a refugiarse de sí mismo inventado un juego diferente cada día que lo salvaguardara de sus lucubraciones, además de fama y riqueza, a partir de entonces atesoraría crueldad suficiente para ser odiado por cada habitante del planeta, con la ilusión infantil de que eso le proporcionaría suficiente distracción para el resto de sus días. De nuevo, como había sucedido con sus anteriores metas, su encono y tozudez en lograr ésta otra le facilitó la consecución de la misma con relativa celeridad. Se volvió un misógino furibundo y despiadado que, desde sus diferentes mansiones en otras tantas partes del globo terráqueo construía y destruía -empresas, conglomerados, emporios, industrias y hasta países- por el capricho de hacerlo, según le dictaran las órbitas de sus ciclos circasianos. Era odiado y temido por igual, políticos y empresarios del mayor nivel se veían impotentes para escapar al radio de su influencia o de su dominio, reinaba impunemente en palacios y chabolas; sus antojos eran órdenes; su palabra, ley. Según se iban cumpliendo sus deseos, concebía otros sobre la marcha tan descabellados que no hubiese posibilidad de que se cumplieran, porque hasta él mismo se iba dando cuenta de la irracionalidad antinatural de sus disparates y en el fondo deseaba que parase aquella carrera descabellada contra la muerte; pero para su pasmo y miedo creciente, lo que deseaba siempre acababa por cumplirse; por la misma razón, crecía en igual medida su infelicidad. Llegó un día en que no pudo soportar más aquel papel de Dios que se había atribuido para despistar no sólo a la muerte, sino a cualquier cosa que se la recordara, e incrédulo como era, acudió a una iglesia y se confesó ante un sacerdote que no supo cómo juzgarlo ni determinar la fórmula para la expiación de sus culpas, pero que se apiadó sinceramente de él ante la magnitud de su evidente contrición y lo absolvió sin imponerle penitencia alguna. Aliviado por primera vez en su vida, al regresar a su mansión se sentó en su sillón de dirigir el universo, cerró los ojos y se sumió sin miedos en sus pensamientos con una sonrisa en los labios. Al día siguiente, cuando la sirvienta encontró su cadáver apoltronado en el sillón, luciendo una luminosa y beatífica sonrisa que parecía querer desmentir su condición de muerto reciente, pensó en lo irónico que es a veces el destino, que al parecer había dispuesto que el señor, que en vida había sido un hijo de puta sin compasión y un malencarado, fuese para la eternidad un muerto alegre y hasta simpático.
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