
Por más que trato de darles esquinazo, cuando viajo siempre van conmigo mi sombra, mi memoria y mi imaginación. La primera, dibujada sobre el suelo como el negativo de mi propia fotografía, me recuerda el destino de mi cuerpo mortal, el reposo eterno que padecerá en un oscuro cubil bajo un pedazo de tierra que mi sombra busca sin fatiga, ausente al hecho consabido de que sólo lo hallará el día que se reúna con mi cuerpo ya para siempre, y configuren una armonía eterna de negrura y polvo. Mi memoria, siempre acompañada por la culpa, despierta mi remordimiento en el momento menos oportuno, aguando inopinadamente una jornada tal vez agradable de mi viaje de turno. Y, por último, mi imaginación, que siempre se resuelve en perspectivas sombrías que me destemplan por completo el ánimo, ya vapuleado por la sombra y la memoria. Así que las tres, por turnos o a un tiempo, se conchaban para procurar mi desdicha y hacer inútil un viaje cuyo propósito era disfrutar de unos días dichosos.
Decía Susan Sontag: “El Tiempo existe para que no todo ocurra al mismo tiempo…y el Espacio para que no todo te ocurra a ti”. No puedo estar más de acuerdo con tal afirmación que, por lo demás, sería objeto –si no lo ha sido ya- de sesudos alegatos por parte de más de un filósofo, profesional o amateur, que no la supiese percibir en el contexto irónico en que fue hecha. La gran virtud intelectual de Sontag consiste, como en Voltaire, en desmenuzar los asuntos más herméticos y servírnoslos como una madre sirve el pescado a sus hijitos, sin espinas y en trocitos fácilmente masticables, para que los disfrutemos sin el peligro de atragantarnos.
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