
Esta mañana el cartero ha llamado al timbre. Dos veces, como siempre. El reconocimiento de la cotidianidad del hecho calmó mis nervios alterados por el primer timbrazo. Asumí resignado, mientras lo recibía de manos del funcionario, la pérdida de tiempo que la lectura del correo me acarrearía. Bancos, aseguradoras y proveedores de servicios telefónicos y de Internet han usurpado prosaicamente la costumbre epistolar de acordarse de uno que hace décadas era más propia de novias y amigos, aunque en mi caso esas epístolas se han mantenido siempre dentro del ámbito del deseo secreto, de un anhelo de romanticismo literario mediante el cruce de cartas no menos banales que las conversaciones telefónicas y otros métodos modernos que las han acabado por sustituir. Hoy en día la novia te envía un email y el director del banco te escribe una carta, en una suerte de romanticismo inverso que despoja de encanto los contenidos, sobre todos los de los emails amorosos, porque un comunicado bancario de que tu saldo ha salido de los números rojos no deja de tener su encanto y puede a veces compensar la desazón del mensaje de amor digitalizado y por tanto desalmado.
La frustración del escritor es el sustento de su psiquiatra. Si la hubiera escrito Bergamín, esta frase sería un aforismo como un cohete, pero la he escrito yo y no trascenderá esta web. Cuántas veces la diferencia entre lo que consideramos excelso y lo mediocre reside más en la persona de quien procede que en la valía intrínseca de lo valorado. Un eructo de Cela sonaba hace quince años mucho mejor que un soneto de Quevedo, sobre todo porque nadie leía ni lee a Quevedo, tal vez porque tuvo la desconsideración de no escribir una novela, como Dios manda a todo escritor que se precie. Con razón dijo Cela después que la diferencia entre cuento y novela era similar a la de niño y adulto: el cuento es una novela que no ha acabado de crecer. Y aún así ganó un premio Nobel. Para que luego digan que los escritores españoles no están bien considerados en el extranjero.
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