
No creo pecar de reduccionista si afirmo que, en mi opinión, la historia del ser humano es desgraciadamente muy corta: comienza a)cuando uno de ellos, sin otra ayuda que la voz, debidamente articulada y estructurada para producir sonidos que representaban ideas, ideas que, envueltas por dichos sonidos, fueron de repente y por vez primera incomprensiblemente comprendidas al ser recibidas por los oídos de otros seres humanos, creándose como por arte de magia lo que después los lingüistas denominaron “comunicación a través del lenguaje”, pues ese ser humano, parlante primerizo, le dijo a su hermano en un lenguaje prehistórico aunque efectivo: “alcánzame esa laja de sílex, por favor” (la traducción es mía); y termina b)cuando cinco minutos más tarde (más o menos, el tiempo geológico siempre es difícil de cuantificar en nuestras magnitudes habituales), cinco minutos más tarde, digo, ese padre de la palabra, en un extático arrebato de celebración de su recién estrenado poder, degolló con esa misma laja de sílex a su propio hermano. El resto de la Historia no es más que una repetición con infinitas variantes de esa misma historia. O, como concluye un relato de Soledad Puértolas: ‘El resto de la historia es vulgar’ (frase digna de Oscar Wilde, por cierto). Antes, lucha fraticida por la supervivencia, ignorancia y miedo; después, lo mismo pero arteramente racionalizado por el ya sapiente y pretencioso ser que se denominó a sí mismo 'homo sapiens'. El invento más poderoso jamás inventado por el ser humano es la palabra, y casi siempre la ha utilizado como un arma y no como un elemento de comunicación, entendimiento y concordia. No le faltaba razón a Konrad Lorenz cuando afirmó que el eslabón perdido entre el primate y el 'homo sapiens' somos nosotros.
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