
El viento de fuego abrasaba su piel y le mantenía vivo y alerta. La vasta extensión de arena que se extendía ante su vista era la alegoría de la superación del sufrimiento por la voluntad que él buscaba cuando se adentró solo en aquel desierto tétrico. Siempre tuvo la remota sospecha de que algún día, de alguna manera, tendría que poner a prueba su capacidad de supervivencia, porque el mundo cómodo y abúlico que le había tocado en suerte lo rechazaba desde el fondo de sus entrañas, abominaba de él y de los que lo habitaban, por eso siempre fue solitario y huraño. No pasaba día sin dedicar unos minutos de desprecio a cuanto le había sido concedido sin haberlo él solicitado. Tenía la certeza de haber nacido para encontrar sus límites y vivir en el territorio fronterizo de la muerte, vivir allí y sólo allí con plenitud, con la euforia del suicida que demora voluptuosamente el instante definitivo, con la paz de espíritu que proporciona una hemorragia de adrenalina. Pocas cosas aprendió en sus años burgueses, pero lo marcaron a fuego: que no se puede vivir la vida como viene sino como la enfrentes; que no se puede saber más de lo que se ha aprendido y a veces ni eso; que el olvido es un fenómeno imprescindible para la salud mental, porque la memoria debilitada por los años debe arrojar lastre en forma de recuerdos para no colapsarse y perecer por sobrecalentamiento, que la vida y la muerte son la misma cosa, las dos alas de un mismo tejado y que la persona honesta y verdadera debe transitar en equilibrio por el vértice, sin preocuparse si los elementos le empujarán a uno u otro lado; que todo es un azar y el amor un mito. Desde niño aprendió a ser precavido, a desconfiar de todo, a recelar hasta de sus pensamientos; fue supersticioso por precaución, ya que no por convicción o miedo. Su descreimiento era tan enorme que ni él mismo sabía medirlo, tal vez por eso nunca tuvo apego a las cosas ni a las ideas ni a las personas. Misántropo entre gente que siempre lo consideró un bicho raro. Y lo era, orgullosamente. Ahora estaba en mitad de aquel desierto, por fin, con un pellejo de agua y varios trozos de carne seca, cumpliendo un arcano rito de iniciación que le encumbraría en las estrellas o le arrastraría al sumidero de la agonía y de la muerte. Poco le importaba. Calculaba que aún le quedaban varias semanas de travesía, agua para unos días y unas enormes ganas de vivir su nueva vida. Le deba igual en qué ala del tejado.
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Un saludo.