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Mónica


Había en sus ojos esa irónica malicia de quien usurpa la personalidad de otra persona. Eran ojos de mirada hipnótica repleta de vagos matices tras los que se adivinaba una camaleónica y perversa capacidad para mostrar distintas facetas de carácter sin permitir entrever una sombra de disimulo, una facultad de diversificación que sólo los grandes actores o los grandes locos poseen. La trajo mi hermana una tarde de septiembre, dio alguna vaga excusa para introducirla en su cuarto del que no se movió desde entonces. Fueron tres meses en total, creo, lo que duró su estancia en casa antes de que yo la matara. Era una obsesión para mí, aquella mirada siniestra, diabólica, me perturbaba los días y me arruinaba los sueños. No podía sacarme de la cabeza sus ojos que escondían un ser que no era ella, un ser aprisionado en aquel cuerpo menudo y maleable, siempre cubierto por un vestido de tul, siempre sentado en la silla del cuarto de mi hermana, de cara a la puerta de la habitación, como esperando mi llegada para castigarme con la furia hipócrita de sus ojos de Circe. Porque era increíblemente guapa, no sé si lo he dicho, de una belleza turbadora que no hacía sino incrementar su influencia letal, su hechizo tenebroso y fulgurante como una descarga en una noche de tormenta, como la mirada de la serpiente que paraliza al pajarillo. Mi desesperación aumentaba con mi desesperanza, con el presentimiento turbio de una fatalidad ineludible y próxima, porque aquella perversa influencia de Mónica me estaba poniendo la vida del revés. Durante las clases mi mente siempre estaba con ella o en ella, mi salud comenzó a resentirse, apenas comía y mi pérdida de peso y mi aspecto demacrado y macilento alarmaron pronto a mis padres que me llevaron a un médico. Me recetó unas vitaminas y reposo, y que no fuera al colegio durante unos días. Aquello fue el detonante de la tragedia, porque la proximidad permanente a Mónica durante cada minuto del día se me hacía intolerable, odiosa, sucia. Ella era alguien que no era quien parecía ser, era ella y era otra persona aprisionada en su seno, condenada por ella a un encierro terrible en una mazmorra bellísima. Todo sucedió muy rápido, apenas recuerdo los detalles. Sé que estábamos solos en casa y que una furia ciega me guió. La cosí a cuchilladas en un ataque delirante donde mi voluntad ya no regía, sólo la ira irracional que enturbiaba mi mente como una nebulosa. Los caminos de la razón son laberínticos y es fácil perderse. Eso me dicen los médicos de este centro donde me internaron tras el asesinato. Cuando les pregunto por qué no me mandaron a la cárcel me responden siempre que no se condena a nadie por destrozar una muñeca. Qué sabrán ellos. Sólo yo supe enseguida la oscura verdad de Mónica.

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