
El correr de los años sólo nos trae la ventaja de quitarnos tiempo para cometer errores. No es cierto que nos haga más sabios, aunque puede que sí más tontos justamente porque nos creemos más listos al haber presumiblemente acumulado conocimientos y experiencia que nos enriquecen como personas, cosa que sería cierta si supiésemos cómo aplicar tales conocimientos y experiencia a nuestra cosmovisión y a nuestra pragmática de la vida, y eso no sucede casi nunca porque la inercia de toda una existencia haciendo el capullo suele prevalecer sobre una supuesta capacidad de cambio, por mucha voluntad que se le eche, que desgraciadamente no suele ser suficiente, paradójicamente por falta de voluntad. Decía Lichtenberg que tenemos más fuerza que voluntad y por eso descartamos de antemano empresas que nos serían de provecho por considerarlas inabarcables. La desidia, el miedo al fracaso, la pereza son los perores enemigos de nuestro crecimiento como personas. Huimos de nuestros miedos por miedo a enfrentarnos a ellos, lo que no deja de tener su punto de incongruencia; nos refugiamos, en cambio, bajo cualquier sofá, detrás de cualquier cortina, incluso, imitando a los mimos, nos convertimos en falsas estatuas vivientes con la esperanza de pasar por verdaderas y transmutarnos de sujetos en objetos para eludir responsabilidades y pasar por este mundo sin dejar más huella que el peso del mármol sobre las alfombras. El antropocentrismo cristiano y filosófico durante siglos y el científico después nos han inculcado el mito de la superioridad del ser humano sobre las demás especies, la falacia de la capacidad de escoger nuestro destino, la superchería del libre albedrío. Ese autoengaño irresponsable e irracional nos aporta el consuelo de creernos a salvo de la extinción definitiva tras la muerte, porque tanto miedo le tenemos que ni muertos queremos estar muertos. Anhelamos una vida eterna donde ni en sueños podamos estar dormidos, una perpetua vigilia donde la autocomplaciencia y la egolatría sean las únicas religiones permitidas y deseadas, donde las normas morales coincidan con nuestros caprichos sin menoscabo de nuestra integridad y sin conflictos con el vecino, donde la santidad se ciña a nuestra santa voluntad, donde la paz y la tranquilidad, individual y comunitaria, sean obligatorias sin sentirnos oprimidos por la coerción. Una eternidad que sólo podría existir en la isla de ‘Utopía’, que significa ‘en ninguna parte’.
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Saludos, un placer leerte
Andrea