Escribo para acordarme de que estoy vivo (porque el día que consigo con esfuerzo rellenar algunas páginas que decido no arrojar a la papelera porque considero que tal vez merecen –ellas, no yo- el regalo de una breve cuarentena tras la cual las releeré quizá con otros ojos, y entonces tal vez decida romperlas, o no, puede que de nuevo las devuelva al cajón donde guardo mis pensamientos errabundos para que sirvan un día lejano como prueba de que en un pasado que coincide con este presente tuve una identidad, fui, de otra forma a como seré entonces, pero sabré que fui, que pensé, que sentí, que escribí para no olvidarme de que estaba vivo.) Escribo porque sin escribir me convierto en lo que soy en mis pesadillas. Camus dijo que todos acabamos teniendo la cara de nuestras verdades. Yo debo de poner esa cara mientras duermo, porque en los sueños no puedo mentirme. Nadie se engaña cuando sueña, porque los sueños son los testigos ocultos de nuestras más íntimas verdades, los intérpretes de nuestras angustias y, a veces, los valedores de nuestras esperanzas. Escribo para conocerme y para olvidarme, para intimar conmigo y para guardar las distancias, para quererme y para odiarme. Escribo para entender a las personas, para reconciliarme con el mundo, para disfrutar de los amaneceres de paz y de los mares bravíos, para que el universo se convierta por unos minutos en la cueva materna de la que fui expulsado por un pecado desconocido que no cometí, pero cuya culpa me persigue como mi propia sombra. Escribo para no morir, para no tener que vivir muerto. Algún día escribiré para ti.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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Un saludo; Luis.
Saludos