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El fantasma

   Como cada mañana abro la puerta de mi piso y me dirijo al dormitorio. He salido hace solo un rato camino del trabajo, después de ducharme, afeitarme y ponerme el traje azul con la corbata magenta. En la calle he dado media vuelta y he regresado al piso sin saber muy bien por qué, como cada mañana desde hace algún tiempo (no sabría decir cuánto, el tiempo fluye en completa inmovilidad últimamente, es más una nebulosa de momentos imprecisos que la dimensión inmutable y segura donde suceden las cosas, el escenario donde se escenifica la vida, esta vida que ya no sé si es mía, ni siquiera si es real, lo único cierto es que ya no es como era: mis rutinas ya no son predecibles instantes que se repiten sino derivas sin rumbo y sin sentido por un laberinto sin salida).


   Me detengo ante la puerta del dormitorio, dudo si abrir, me noto nervioso, ¿por qué? ¿A qué temo? Me sudan las manos y me aprieta la corbata. Al fin me armo de valor y abro la puerta. Allí están de nuevo, el recuerdo recuperado de lo tan dificultosamente olvidado cada día me lacera el pecho; mi mujer y mi mejor amigo en mi cama recién abandonada por mí, haciendo el amor. Me siento en el sillón de la esquina, junto al aparador, y los observo. Gimen y resbalan por arroyos de sudor, perlas de placer agónico que confieren a sus cuerpos la apariencia desleída de las sirenas y los tritones, animales vivos en estado puro que buscan devorarse el uno al otro, fagocitar cada una de sus células para formar parte ya para siempre de la materia del otro en un proceso de fusión corporal que metamorfoseará sus cuerpos distintos y diferenciados fundiéndolos en uno solo para que lo habiten dos almas con idéntico destino para la eternidad, ¿dos almas gemelas? Contemplo como hipnotizado su anhelo de morir el uno en el otro, dentro del otro, y vivir esa muerte unidos por los siglos de los siglos amén.



   Yo nunca he sentido un amor así por mi mujer, ni siquiera ese deseo devorador, caníbal, instintivo, atávico, mágico, imposible. Siempre he sido comedido en la cama, atento, generoso, aséptico, un caballero. Y ahora advierto que a ella le gusta que le griten obscenidades, que la releguen a un segundo plano en el placer, que la humillen, le gusta la brutalidad -la esencia de la cópula-, la rudeza, el salvajismo, la animalidad, todo cuanto yo nunca le proporcioné en nuestros coitos recatados y castos, calculados, previsibles, rutinarios. Qué poco conocemos a las personas con quienes compartimos nuestro tiempo, será porque no compartimos lo esencial: los deseos más íntimos, las ruindades, los sueños inconfesables que hay que atreverse a confesar, porque si no aparece cuando menos lo esperas la persona adecuada, la que no teme rescatar del otro los pecios yacentes desde la infancia en los abismos insondables de la mentes para hacer que se cumplan. Y esa persona se convierte en dueña de la otra en virtud de un proceso de estupidización que siempre aparece en esos rescates de deseos perdidos, y la atrapa y la esclaviza tal vez de por vida.


   Entonces comienzan los sufrimientos. El del marido, el de la esposa, el de los hijos, el de los familiares y amigos íntimos. El mío, que comenzó un día cualquiera en que sin saber muy bien el motivo decidí regresar a casa cuando iba camino del trabajo y descubrí a mi mujer haciendo el amor con mi mejor amigo en mi cama todavía tibia por el calor de mi cuerpo. Y me senté en el sillón para observarlos.


   Desde ese día se ha convertido en una rutina. Me levanto, me ducho, me afeito, me pongo el traje azul y la corbata magenta, salgo a la calle en dirección al trabajo, me doy la vuelta y subo al piso, entro en el dormitorio y me siento en el sillón a observarlos hacer el amor, gritar, derretirse, llorar, desearse, amarse, y todo eso sin verme. Porque nunca me ven mientras se aman, soy invisible. Tal vez estoy muerto, a veces estoy casi seguro de estar muerto.


   Cuando acaban se asean con rapidez y se visten entre risas; terminan de darse los últimos retoques frente al aparador junto al que estoy sentado, se besan y se cogen de la mano para salir juntos del dormitorio. Antes de salir siempre me dirigen una mirada, la única que me dispensan cada día, y se despiden amablemente.


   -Hasta mañana, Luis, que tengas un buen día.


   No sé por qué sigo fingiendo que soy un fantasma.


Comentarios

pepa mas gisbert ha dicho que…
Porque al final, es esa historia repetida todos los días, esa vuelta a casa, ese voyeurismo, lo único que te mantiene vivo.

Un relato estupendo señor Luis

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