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Purita

Es difícil moverse en un espacio plagado de seres sin raíces; los pasillos se eternizan cuando tratas de sortear vidas descuajadas, fantasmas enfermos sin conciencia que te asaltan con bruscos desasosiegos inaplazables, igual que críos. El camino a tu habitación puede ser un peregrinaje sometido a pruebas insalvables, un símil de la vida cuerda pero entre muros. Los matices de la pintura de las paredes se multiplican y confunden como una sinfonía inacabable de percepciones inauditas cuyo fin consiste en destruir tus últimas referencias del mundo exterior, en desorientarte para siempre con el propósito de que acabes aceptando el sistema esquemático y brutal del sanatorio como un canon de vida legítimo y hasta agradable. Los internos -eufemismo eficaz- son rehenes de sus locuras y cautivos de la de sus captores, que pasan por profesionales eficaces de la salud mental, con dotes suficientes para convencer a los familiares de los internos de que -inevitablemente, qué le vamos a hacer- es lo mejor para ellos -para los pacientes y para los familiares engañados, deseosos de ser engañados-.


En medio del pasillo me asaltó Purita, la frágil, tierna, desconsolada Purita. No sé en virtud de qué sortilegio o locura contagiosa los internos vislumbran en mi persona una especie de legitimidad cabal o quizá una cordura entrevista y pecaminosa y por ello tentadora que sobrepasa los muros de la prisión mental y me convierte en el abogado de sus causas perdidas, como si en mí viesen a un redentor de sus pecados tal vez nunca cometidos. Y lo soy para ellos, soy su confesor y su consejero. Purita me contó: Mi marido me pegaba. Bien, Purita, ¿Y qué? ¿Qué? ¿Cómo que qué? Sí, que qué, que qué me quieres decir. Pues que me hizo daño. A todos nos hacen daño alguna vez. Pero es que por él estoy aquí. ¿Tanto te trastornó? No, digo que arregló los papeles con su abogado para que me recluyeran. O sea, que no estás loca. Ni de coña, hasta ahí podíamos llegar.


Lo de siempre. Todos, tarde o temprano, se aferran a una penúltima presunción de inocencia que inocentemente se acaban creyendo. Purita no era una excepción. Su marido le pegaba. Investigué. Tengo buenas relaciones y cierta manga ancha para trastear siempre que no la joda. Purita era Doña Purificación Raggio y Poggio, una eminente figura decorativa del devaneo burgués malagueño, por cuya sangre discurrían generaciones de Raggios y Poggios que se remontaban hasta la Corona de Aragón, sin mácula de mestizaje en su sangre de cristiana vieja. Hasta que decidió, nadie sabe el motivo, ponerle los cuernos a toda la rama de los Poggio con un polvo maloliente en el trastero de su inmaculada mansión con un carpintero que reparaba las vigas atacadas por termitas. Fue descubierta haciendo equilibrismos sexuales a cuatro metros de altura por su inflexible e incrédulo marido, que no tuvo reparo en retirar la escalera y arrojar herramientas sobre Purita hasta hacerla caer. Después interpuso una demanda de divorcio que Purita jamás aceptó, aferrándose con obstinación a su versión de que estaba empalmando los extremos de un cable para que funcionara el horno.


Y Purita no está loca, doy fe; el horno no iba, me consta, el marido no trató de hacerle mal alguno, se limitó a pasarle las herramientas para que Purita las engrasase. Y el juicio innecesario cuyo ciego juez no pudo ver las argucias legales del prepotente marido arrojó a Purita a las fauces de nuestros profesionales de la sanidad mental en un 'espacio apropiado para la recuperación de la salud de la -todavía- señora de Poggio'.


No tengo alma de confesor, ni siquiera soy curioso, pero hay cosas que ponen a prueba mi paciencia y mi saludable -pese a los médicos- salud mental.


Jodidos burgueses.

Comentarios

pepa mas gisbert ha dicho que…
Purita la meten en el manicomio para volverla loca. Paradojas de los jodidos burgueses.

Un abrazo

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