Un destino separado de mi sino, una rosa que se marchitará, un perro apaleado, una crueldad que se cumple a pesar mía, un beso triste en la clara oscuridad, un almacén de llanto, un preso desahuciado de la vida, un trono real sin rey, un pozo seco, la risa de una niña sin vida, el autor de un libro seco, un bosque verde que pierde su verdor, la camisa sudada de un notario, un relato que no terminaré, la lágrima furtiva de una madre, el ocaso de una eternidad, la palabra de honor de un mentiroso, el 'hasta pronto' de quien no piensa volver, 'sin identificar' dice la placa en un cadáver, 'cerramos, caballeros' dice el barman otra vez, 'te juro por mi vida que no es cierto', mañana es otro día otra vez, las palabras que se dicen dejan huella, hacen daño, no se pueden enmendar. Palabras y palabras que se arrojan sin ser conscientes de que se nos volverán.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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Un abrazo.