Es inútil pensar dos veces las cosas, porque las cosas sólo suceden una vez. Eso es algo que ahora sé y que antes no sabía. Pensar y pensar sobre algo que ya ha sucedido y que por tanto no tiene vuelta de hoja es lastimarse sin razón uno mismo.
Yo era, según recuerdo, y no estoy seguro de mis recuerdos como nadie debiera estarlo, porque la memoria es un terreno lleno de trampas, un estudioso, un erudito, o como quiera que se denomine a quien adora los libros como se adora a un dios. Mi vida entera se puede resumir en horas de lectura. Adoraba el conocimiento y a veces,¡Oh, qué maravilla!, descubría pensamientos míos en autores insignes, yo pensaba -creía pensar- las mismas cosas que habían pensado mentes prodigiosas antes que yo. Y eso me trajo problemas en el colegio. Me tildaban de empollón, de sabihondo. Me maltrataban. Aunque puedo, he renunciado a la venganza.
El profesor Atcher me tenía en gran estima, supongo que valoraba mis esfuerzos en los estudios, o tal vez era su forma de ser, atenta y preocupada por sus alumnos, aunque sin demostrar esa preocupación. Al principio fue sólo una curiosidad por mis trabajos, mis pruebas, pero poco a poco su atención fue derivando hacia mis posibilidades, como dijo después, en su jardín, con el alpiste de por medio.
Una tarde gris de otoño paseaba yo por el parque frente al edificio de la universidad cuando un aleteo estruendoso me sacó de mis ensoñaciones. Miré hacia lo alto y vi un extraño pájaro dibujar círculos cada vez más pequeños y cercanos hasta que aterrizó ante mí. Supe que estaba mal herido y acudí en su ayuda. Lo sostuve en mis manos viendo cómo un hilo rojizo manaba de su pico. Susurré palabras dulces sin saber por qué, palabras de consuelo que mi madre me había susurrado a mí cuando era un bebé. No sé explicar cómo salía de mi boca aquel torrente de afectuosa verbosidad, como no sé explicar el origen de mi desconsuelo viendo morir a aquella criatura.
Murió. No quise dejar su cuerpecillo a la interperie y cavé con mis manos una pequeña tumba en el suelo del parque. La enterré y recé por su alma, de la que nada sabía, de la que nada sé aunque me torture felizmente cada día. Pienso y pienso hasta descubrir que lo que ha sucedido una vez no tiene remedio aunque lo pienses dos veces.
Todavía hoy, tras tanto tiempo, dejo mi cuerpo a merced de los vientos de las alturas, miro con asombro el parque en el que el alma del pájaro sustituyó a la mía. En la que sufrí y gocé como no es permitido a un ser humano. Y entro por la ventana del estudio del profesor Atcher para picotear en su mano un puñado de alpiste que me colma más que todos los libros que leí en mi vida como humano extraviado y sin alas.
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