Me he dado cuenta solo hace poco que cuando leo una novela y los personajes están bien dibujados (mal asunto sería que no lo estuvieran), de una forma inconsciente les pongo cara a esos personajes, les otorgo rasgos de personas reales o literarias que han dejado poso en mi recuerdo como arquetipos de ciertos patrones vitales, casi siempre al criterio de mi capricho no del todo consciente.
En la última novela que he leído, “La dama de blanco”, de Wilkie Collins, autor con un enorme talento para levantar estructuras de intriga que se desarrollan a lo largo de no menos de 800 páginas sin que la tensión narrativa decaiga ni canse al lector. Uno de los personajes principales, de especial malignidad es sir Percival, cuyo único fin es hacerse con la herencia de su futura esposa, y no se molesta en disimular sus perversas intenciones ni aun cuando todavía hacía la corte a la señorita Laura. A este sir Percival le asigné los rasgos del actor Rufus Sewell, el villano que se enfrenta a antonio Banderas en “La leyenda del zorro”. Otro personaje muy bien dibujado es la señorita Mariam, hermana de la infeliz novia primero y desgraciada esposa después; a ella le atribuí el rostro de la actriz Susanna Hamnnet, la que robó el corazón del archimillonario Tom (Jame Fleet) en “Cuatro bodas y un funeral”. Al egoísta y teatrero sir Fairlie le tocó el rostro mezquino del jefe de Homer Simpson. Y al inmenso (tanto física como literariamente) conde Fosco le asigné el físico y el talento (no tan maquiavélico) de G.K.Chesterton.
Es curioso que en otras obras donde la meticulosa descripción de los personajes también es imprescindible para el buen fin de la novela no me ocurra lo mismo. Me viene a la cabeza “Warlock”, de Oakley Hall y su mítico Blaisedell, la encarnación del sheriff fiel a su juramento hasta el martirio, incorruptible y casi inconmovible; pero aparte de la descripción literal del autor no consigo ponerle rostro a ese personaje, es una sombra gris en un pueblo gris del oeste americano (cuando las diferencias de criterio se gestionaban a base de balazos) que no sobresale de otros personajes tal vez porque todos adquieren la misma talla literaria (excelente, por supuesto). Es muy posible que esa fuese la intención del autor, maestro de maestros, y no pudo ni aun queriéndolo dar vida a un personaje mediocre; o tal vez yo he leído mal el libro. Mi mente lectora se apoya mucho en lo visual, por eso me pierdo con los autores filosóficos, aunque también sucede que a veces no visualizo lo imposible de no ver y otras, la filosofía sabiamente vertida en dosis calculadas me embriaga como un licor y digiero entusiasmado literatura sin rostros ni formas, intangible, casi inaprehensible. ¿Quién no se ha imaginado el rostro de 'Long John Silver' en “La isla del tesoro”, de Stevenson? ¿Y quién ha podido bosquejar aun con la ayuda de los dibujos del propio autor los rasgos de “El principito”? Y así toda la imaginería literaria de cada uno, supongo.
El Quijote y Sancho, Hamlet, Juan Tenorio, Cyrano (este algo más visual), el Lazarillo, el Buscón, el Flautista de Hammelin, Taras Bulba, Bartleby, el capitán Ahab e Ismael, Robinson y Viernes, Sherlock y Watson; todo un desfile de rostros y caracteres que asimilar a nuestro imaginario personal, a nuestro inconsciente oscuro y profundo que solo por esos personajes geniales ve la luz, seres quiméricos y exquisitos a los que poner nuestro rostro preferido, amado, odiado, ridículo o heróico, trágico, cómico, pero muy verdadero para nuestras vidas no literarias. Menuda aventura es la literatura, menudas fibras de nuestra alma toca. Para tener certezas sobre el Bien y el Mal no es necesario recurrir a psicoanálisis, ni a la iglesia. Basta con leer a Stevenson.
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