Me entristeció enterarme de la muerte de Berta Ríos. Por supuesto, también me preocupó, me había acostado con ella la misma noche en que fue establecida su muerte. Además, todo apuntaba a que la muerte no fue natural y había sido asesinada. La tristeza me duró poco, como poco dura el entusiasmo de una relación fugaz de una sola noche, pero la preocupación se aferró a mi corazón con el vigor de una pitón, y me asfixiaba las noches y los días de aquel invierno nefasto. Soy soltero por convicción y mujeriego por vanidad; la soltería es cómoda y libre de compromisos; las mujeres son incómodas y comprometidas, o por comprometidas; sea como sea, siempre acaban por reclamar en algún momento algún tipo de compromiso; se me da bien reconocer cuándo ese momento ha llegado o está a punto de llegar y me bato en retirada sin una explicación o una despedida: detesto las justificaciones y odio los melodramas lacrimógenos. Cierro la puerta y me olvido enseguida de los días o semanas (nunca meses) que duró la relación; sin remordimientos (ella ha disfrutado), sin añoranzas (hay más mujeres), sin rencores (mala cocinera pero buena jaca). Soy un pragmático, lo sé y me gusta serlo: la vida es corta para sueños y filosofías. Soy un cínico, lo sé y me gusta menos, pero uno no puede elegir todos sus atributos a medida, al fin y al cabo no soy Dios. También soy, ya lo he dicho, un vanidoso y eso no me gusta nada (o no debería), pero mi voracidad sexual necesita esa vanidad como acicate para adentrarse sin brújula en los territorios femeninos. Salgo de caza, cobro la pieza y la devoro en mi apartamento, a veces en un atracón de una sola noche, como ocurrió con Berta Ríos, a veces, con la parsimonia gastronómica de una anaconda, el festín puede demorarse días o semanas (nunca meses). Siempre acabo satisfecho, tengo buen gusto, soy un sibarita. Berta Ríos se me indigestó, fue asesinada después (y eso solo lo sé yo) de que dejara mi apartamento para irse al suyo, muy de madrugada, donde alguien le clavó un cuchillo bajo el esternón, mientras yo dormía y soñaba. Durante días o semanas (no llegó a meses) padecí ardores, dormía mal, deambulaba por el parque desde la alborada y repasaba sin tregua cada minuto que había estado junto a ella, y me preguntaba sin piedad qué oscuro secreto o error fatal la llevó a la muerte siendo tan joven, casi una niña. Repasé el sueño que tuve cuando dormía solo, después de que ella se hubo marchado. En el sueño yo era un pragmático, un cínico, un vanidoso; devoraba mujeres como un depredador sexual; era un sibarita y siempre quedaba satisfecho; establecía relaciones que duraban una noche, unos días o unas semanas, nunca meses; en el sueño yo sabía que dominaba a mis presas porque nunca permitía que el corazón participase en los festines sexuales, ni mi corazón ni el de ellas, todo se reducía a sexo, puro y aséptico, depurativo, lenitivo, nunca emotivo; en el sueño Berta Ríos me decía, ya vestida y a modo de adiós, que me amaba; en el sueño yo no me dormía ni soñaba mientras alguien mataba a Berta Ríos en su apartamento, sino que me vestía y la seguía hasta ese apartamento donde la alcanzaba y entraba en él con ella muy sorprendida; en el sueño yo le decía que también la amaba y por eso le tuve que clavar un cuchillo bajo el esternón. Entonces supe que siempre había sabido que ese había sido el sueño que alguien soñó mientras yo mataba a Berta Ríos en su apartamento tras decirle que la amaba; que ese había sido el mismo sueño, con diferentes protagonistas femeninas, que alguien había soñado cada vez que yo clavaba un cuchillo bajo el esternón a las numerosas mujeres que me habían confesado su amor y yo el mío a ellas. Todavía no me han detenido. Tal vez, después de todo, sí soy Dios.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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