Hay una especie de obsesión con los cuerpos de las personas muertas, sobre todo cuando la muerte ha ocurrido en circunstancias violentas y el cadáver no aparece. Los familiares afirman invariablemente que no podrán descansar hasta que el cuerpo muerto de sus ser amado descanse a su vez en paz, dándole adecuada sepultura y oficiando los ritos pertinentes para garantizar su eterno descanso, aunque lo que recuperen del cadáver solo sean unos huesos cubiertos de jirones de piel muerta. El cuerpo, que tanto condiciona la vida de la persona, pierde toda entidad humana en la muerte, y por más que las religiones o supersticiones hagan creer lo contrario, no es más que despojos sin vida que en nada se diferencian de los de un gato muerto. Rendir honores a unos restos ya inhumanos es ridículo y sólo se explica por el afán de creer en una vida posterior a la que nos toca vivir aquí, aunque nunca haya habido constancia e esa otra vida de ultratumba. La esperanza frente al desencanto siempre ha sido motivo de culto, pero la fe siempre termina con la muerte, igual que todo lo demás. Aunque, por supuesto, si estoy en un error me encantará discutir en el 'más allá' sobre los motivos que llevan a los que todo lo saben a mantenernos en la más absoluta ignorancia en el 'más acá'. Sospecho que podría tratarse de una burla más cercana a la tortura que al regocijo de esos -Dios me perdone, si existe- hijos de la gran puta.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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Respuesta: Si de verdad puediera verlo y hablar con él, iría.