No sé si siempre, pero al menos en las últimas décadas se ha hablado mucho de solidaridad. La realidad a la que se refiere la palabra es variable y, por tanto, depende de lo que por ella entienda quien la emplee; es decir, que solidario es quien crea que lo es, y lo mismo pasa con vocablos como 'devoto', 'íntegro', 'leal', 'imparcial', 'magnánimo'. El contenido semántico de las palabras, muchas veces ambiguo, proporciona a quienes las usan un arma letal de la que no siempre son conscientes, un instrumento de manipulación y una coartada para sus propias conciencias. Decir es ya decir demasiado ('Toda palabra es una palabra de más', Ciorán); callar es incluso peor. Somos nuestras palabras, de ellas dependemos y a ellas nos encomendamos. Cuando, años más tarde, nos recuerdan aquello que dijimos tal vez a partir de una alegría cuyo fin trajo el remordimiento y el arrepentimiento de lo dicho, no sabemos qué cara poner; incrédulos (desmemoriados) pensamos o decimos: “Ese no soy yo”. Y será cierto, nadie es dos veces la misma persona, por eso existe el tiempo. Pero las palabras quedan, y nos ayudan a reconocernos en ese tiempo tan ajeno a la verdadera memoria que es el pasado. Solidaridad, decía, es la limosna que la sociedad opulenta entrega a la sociedad condenada para limpiar su propia conciencia, un óbolo mísero y barato para acallar remordimientos. Pero no es tan simple, porque para ser de veras solidario hay que renunciar a esa opulencia que utiliza la solidaridad como una excusa, hay que renegar de un pasado y un presente y -sobre todo- de un futuro libre de riesgos antes de sumergirse hasta el fondo en las catacumbas de la vida humana en este siglo XXI. Conozco a un par de tipos que han sido capaces de hacer eso: el doctor José María Porta y el doctor Pedro Cavadas. Benditos sean.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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