No sé si siempre, pero al menos en las últimas décadas se ha hablado mucho de solidaridad. La realidad a la que se refiere la palabra es variable y, por tanto, depende de lo que por ella entienda quien la emplee; es decir, que solidario es quien crea que lo es, y lo mismo pasa con vocablos como 'devoto', 'íntegro', 'leal', 'imparcial', 'magnánimo'. El contenido semántico de las palabras, muchas veces ambiguo, proporciona a quienes las usan un arma letal de la que no siempre son conscientes, un instrumento de manipulación y una coartada para sus propias conciencias. Decir es ya decir demasiado ('Toda palabra es una palabra de más', Ciorán); callar es incluso peor. Somos nuestras palabras, de ellas dependemos y a ellas nos encomendamos. Cuando, años más tarde, nos recuerdan aquello que dijimos tal vez a partir de una alegría cuyo fin trajo el remordimiento y el arrepentimiento de lo dicho, no sabemos qué cara poner; incrédulos (desmemoriados) pensamos o decimos: “Ese no soy yo”. Y será cierto, nadie es dos veces la misma persona, por eso existe el tiempo. Pero las palabras quedan, y nos ayudan a reconocernos en ese tiempo tan ajeno a la verdadera memoria que es el pasado. Solidaridad, decía, es la limosna que la sociedad opulenta entrega a la sociedad condenada para limpiar su propia conciencia, un óbolo mísero y barato para acallar remordimientos. Pero no es tan simple, porque para ser de veras solidario hay que renunciar a esa opulencia que utiliza la solidaridad como una excusa, hay que renegar de un pasado y un presente y -sobre todo- de un futuro libre de riesgos antes de sumergirse hasta el fondo en las catacumbas de la vida humana en este siglo XXI. Conozco a un par de tipos que han sido capaces de hacer eso: el doctor José María Porta y el doctor Pedro Cavadas. Benditos sean.
Transcribo el prólogo de la autobiografía del filósofo Bertrand Russell escrito por él mismo: PARA QUÉ HE VIVIDO
Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación. He buscado el amor, primero, porque conduce al éxtasis, un éxtasis tan grande, que a menudo hubiera sacrificado el resto de mi existencia por unas horas de este gozo. Lo he buscado, en segundo lugar, porque alivia la soledad,esa terrible soledad en que una conciencia trémula se asoma al borde del mundo para otear el frío e insondable abismo sin vida. Lo he buscado, finalmente, porque en la unión del amor he visto, en una miniatura místicala visión anticipada del cielo que han que han imaginado santos y poetas. Esto era lo que buscaba, y, aunque pudiera parecer demasiado bueno para esta vida humana, esto es lo que -al fin...
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