Mañana es mi santo y comienza el verano. El verano oficial, porque las calores empezaron antes. Tengo un hongo (de los que son parientes de virus y bacterias), me lo traje de Egipto, y su actividad es similar a la de Mubarak antes de dimitir (o salir huyendo), da mucho por el culo. Al parecer mis defensas están en la reserva, mi depósito de salud casi vacío. Estoy ensayando un método de relajación que no te cura pero te convence de que no vale la pena quejarse, pero como llevo toda la vida de lamento en lamento (alguien dijo de mí que soy un enfermo muy sano) me está costando, me siento más conforme conmigo e incluso con el hongo, pero sigo jodido. La técnica propone básicamente un cambio de perspectiva, en vez de pensar “joder que putada” trato de pensar “menos mal que solo es esto”. Quien no se consuela es porque no quiere, dicen. Somos dueños de nuestros pensamientos, rectores de nuestra situación anímica, de modo que pensando lo adecuado seremos felices o al menos no desgraciados. Esta última afirmación es el núcleo de toda una corriente psicológica basada en la creencia de que somos lo que queremos ser, así que si no somos felices es porque somos tontos. Un postulado maniqueo y muy insuficiente, pero al parecer eficaz para quienes creen con la suficiente fuerza. Como todos los postulados espurios basados en evidencias muy discutibles. Cuando Protágoras afirmó aquello de que 'el hombre es la medida de todas las cosas' (uso 'hombre' como masculino genérico por comodidad, no por un afán de incorrección política) estaba ninguneando implícitamente a los dioses de la Antigua Grecia de Pericles, y estuvo a un tris de ser acusado de impiedad, algo muy grave en aquella Atenas que tanto cultivó el pensamiento gracias a la liberación de trabajo que proporcionaban los esclavos, y también a que las mujeres aguardaban resignadas en sus casa el regreso de sus egregios maridos sin inmiscuirse jamás en sus pláticas ociosas y mayormente estériles. Es curioso pero la situación actual de nuestro país es en cierto modo similar a la de aquellos griegos (y también a la de los actuales): estamos siendo liberados del trabajo, ahora por los políticos, y hay tiempo para debatir sobre lo humano y lo divino en ágoras y plazas, para indignarse y hasta para cabrearse, pero nuestros debates coinciden con los de los atenienses de aquella época en que no llegamos a nada excepto a extender en el tiempo la acampada de nuestra indignación. Y eso sólo puede traernos más confusión y más mierda (especialmente en los campamentos de indignados). Ni hoy ni hace veinticinco siglos hablar mucho ha resuelto ningún problema, tal vez porque no se intenta escuchar también. Y yo aquí con mi hongo, que al parecer es sordomudo. Tiemblo al pensar qué me tendrá preparado para mi santo, que es mañana.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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