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Walter Hego

 El señor Hego era un filósofo vocacional que se había forjado un rudimentario sistema de principios metafísicos a través de la lectura de los filósofos antiguos. Parménides, Demócrito, Heráclito, Gorgias, Protágoras y demás presocráticos. Sus lecturas se limitaban e ellos porque siempre tuvo la certeza de que, a partir de Sócrates -del que afirmaba fue un embaucador y un charlatán que usaba su supuesta agudeza para seducir a jovencitos a los que luego se cepillaba sistemáticamente- la filosofía pura se corrompió y se convirtió en una rama impura de la ciencia al servicio de los poderosos, siempre ávidos de conceptos abstractos con que embelesar al pueblo. Una de sus creencias era la dualidad del alma, y la exponía en los siguientes términos: todo ser gestado o nasciturus, mientras permanece en el claustro materno, sufre un proceso divisorio que lo convierte en dos seres idénticos; a veces fructifica su nacimiento y nacen gemelos, pero otras veces, las más, la capacidad gestante de la madre es insuficiente y sólo puede nacer uno; el otro espera su oportunidad y, en estado etéreo, abandona el seno materno para encarnarse cuanto antes en otro nasciturus más atolondrado cuya madre gestante no se ocupe del embarazo como es debido. La teoría es algo rebuscada y adolece de sustento científico, pero la filosofía verdadera, la presocrática, ¿cuándo ha necesitado del visto bueno de esos advenedizos que se hacen llamar científicos?

Un buen día decidió montar una agencia cuya finalidad sería encontrar esas almas gemelas perdidas y unir de nuevo a los nasciturus separados en la protoinfancia, devolviendo así la naturaleza a su curso y proporcionando alivio y felicidad a las almas incompletas que habían perdido el rumbo en la vida. Aunque el señor Hego no encontró ningún socio que quisiera apostar su capital a la idea de un chalado no dudó en llamar a su nueva empresa “Walter Hego y Asociados” e insertó anuncios de la siguiente índole en todos los periódicos locales: “Ponemos fin a sus dudas existenciales, arrancamos de raíz su sufrimiento, le proporcionamos el verdadero sentido de su vida. ¿Cómo? No encontrando su media naranja, a menudo fuente de tantas desgracias, sino su alma gemela, su otro yo, su complemento vital”. No obtuvo una sola respuesta en tres semanas, pero él se enfundaba cada día un traje elegante y esperaba en su oficina de ocho a dos y de cuatro a siete la llegada de su primer cliente. Que ocurrió un lunes a primera hora.

Se trataba de un hombre bien parecido, con un mostacho frondoso y unos quevedos dorados, tendría entre cuarenta y cincuenta años y lucía un vistoso conjunto de gentleman; de tez morena y curtida, hacía gala de unos modales desenvueltos propios de quien se maneja de maravilla entre copas de champán y bandejas con canapés de caviar. Se presentó como Waldo Gémini y dijo ser viajero y escritor. Walter compuso una sonrisa de oreja a oreja y se preparó para su primera conversación profesional.

-Supongo, señor Gémini -comenzó Walter- que desea usted encontrar a su alma gemela.

-En absoluto -respondió Waldo-, no hace falta porque ya la he encontrado.

Walter, confundido, replicó que se alegraba y preguntó que, en ese caso, a qué se debía su visita.

-Quería que usted conociera a la suya.

-¿A la mía?

-A su alma gemela.

-Entiendo, ¿y usted sabe quién es?

-Faltaría más, señor Hego; soy yo.

Walter Hego era un iluso pero no un imbécil, así que en seguida sospechó que aquel individuo pretendía algo, algo de naturaleza turbia, de modo que se puso alerta.

-Y cómo sabe usted eso, señor Gémini, aquí el experto soy yo.

-Compruebo que es usted algo soberbio y bastante suspicaz, como yo mismo, y eso ya demuestra algo ¿no cree?

-Para mí no demuestra nada, salvo que usted quiere convencerme de que soy su alma gemela.

-Y de que yo soy la suya, señor Hego, porque hablamos de una circunstancia en la que es imprescindible la más absoluta reciprocidad.

-Mire usted, señor Gémini, tengo que advertirle que mi sentido del humor queda en suspenso cuando soy yo el embromado, así que ojito, ¿eh?

-¿Ve usted? Suspicaz y enojadizo, igualito que yo, ¿va comprendiendo?

Water Hego lamentó no haberse provisto de una pistola, pero el tenor de su nuevo trabajo no le pareció tan arriesgado como para hacerla necesaria. Ahora estaba reconsiderando su decisión.

-¿Quiere usted que le proporcione una prueba incontestable de nuestra íntima filiación anímica? -prosiguió el señor Gémini-

-Sería de gran ayuda.

-Me he tomado la libertad de investigar un poco su vida, espero que no se moleste, y he recopilado unos cuantos datos que paso a exponerle y a comentarlos. A los cinco años usted tuvo un accidente con su bicicleta, chocó de frente contra una cristalera que sostenían dos operarios para cruzar la carretera y se produjo un corte en la frente que le dejó una fea cicatriz que usted siempre ha escondido bajo el flequillo ¿cierto? Bueno, pues yo tuve un accidente muy parecido y también oculto la marca que me dejó (retiró el ala izquierda del mostacho y allí estaba la cicatriz, tan fea como la del señor Hego). A los doce años un árbitro lo expulsó durante un partido de fútbol debido a una dura entrada de la que usted fue víctima, de ningún modo autor ¿verdad? A mí me ocurrió lo mismo; una injusticia. A los diecisiete se enamoró como un tonto de una chica de su clase con la que estuvo saliendo hasta que descubrió que se acostaba con medio equipo de baloncesto ¿me equivoco? Yo sufrí la misma vejación. Tras concluir la carrera de abogado sus instancias de trabajo fueron desestimadas por todos los bufetes de la ciudad ¿me equivoco? Pues a mí me pasó lo mismo. Podría seguir relatándole los paralelismos de nuestras vidas pero creo que ya es suficiente. Luego usted ahogó sus frustraciones con la filosofía y yo con las copas, actividades harto semejantes, porque todos los filósofos han sido unos borrachos y a todos los borrachos les gusta filosofar. Pero básicamente lo que respalda de manera inapelable mi afirmación de que somos almas gemelas es que ambos somos unos gafes sin remedio, y cuanto hemos emprendido en esta vida nos lo ha torcido el destino. ¿Me cree ahora?

El señor Hego lo creía. Suspiró con alivio y se quitó la corbata. Rodeó la mesa de despacho y se acercó sonriendo al señor Gémini. Le rodeó con súbita rapidez el cuello con la corbata y apretó con todas sus fuerzas hasta que sintió la flojera de la muerte en aquel cuerpo. Se compuso el traje y sonrió de nuevo, ya del todo aliviado, casi feliz. Por fin había llevado a cabo lo que planeó desde que tuvo el convencimiento de que solo eliminando a su alma gemela podría desvanecer la maldición que gobernaba su vida gafada y triste, sin futuro ni esperanza. Ahora el conjuro se había roto, su vida cambiaría, las cosas le empezarían a ir bien. Se dirigió al despacho de enfrente, el despacho de un abogado de prestigio. Tras contarle una versión verosímil y exculpatoria de lo sucedido al abogado, este le tranquilizó.

-No se preocupe usted, señor Hego, déjelo todo en mis manos y verá como lo soluciono. Por cierto que un amigo que lo conoce me comentó que es usted abogado ¿cierto? Pues yo tengo una vacante en mi despacho y, tal vez, cuando cerremos felizmente este caso, esté usted interesado...

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