Decía Gómez de la Serna en una greguería que 'el hielo llora de frío', y condensó en una metáfora lírica toda una teoría de las emociones. El lenguaje es un instrumento asombroso porque es un arma y un arte, un medio y un fin, una totalidad abrumadora sin la que las personas no lo seríamos del todo. Los grandes manipuladores de masas siempre han sido unos peritos en vocablos, conocedores no tanto de los entresijos de la retórica como del poder casi absoluto de la misma si se maneja sin pudor y sin contemplaciones. Demóstenes y Cicerón fueron grandes excepciones, oradores de raza que supieron jugar con genialidad el juego de las palabras para persuadir convenciendo con argumentos sin trampas. Los demagogos contemporáneos omiten por ignorancia la lógica sincera y llana de la persuasión y recurren al efectismo para conseguir los mismos fines, apelando casi siempre a un emotivismo y a una iracundia populistas que confunden o intimidan al personal y suplantan a través de la sensiblería o el miedo la contundencia de la razón. Pero también, al mismo tiempo, la palabra puede ser bella y consoladora, tierna y terapéutica, un medio de amistad y de amor. El punto 'G' de las personas suele estar en el interior del aparato auditivo y a través de las orejas se las puede conquistar sin que medie propósito espúreo y sin otro fin que la pura emoción de la belleza del instante, que es el afán último de la poesía. 'El hielo llora de frío', dijo Gómez de la Serna, y consiguió enternecer sin recurrir a un discurso revenido a quienes sabemos que el frío de las lágrimas es el más helador de todos. La palabra por la palabra, sin otro propósito que su significado desnudo, es la más altruista, la más bella de las acciones, porque es dejar adrede sin munición el arma más peligrosa de que disponemos para convertirla, ya despojada de su perversidad, en pañuelo para secar nuestras lágrimas frías, en un medio de misericordia tan necesitado por tantos, en un último consuelo.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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