Es
difícil acostumbrase a dejar de ser joven, porque joven es lo que
uno ha sido toda la vida. La frase es de Oscar Wilde, que como murió
joven no tuvo tiempo para cosechar el fruto de su ingenio. ¿Y lo
deseaba? Ni puta idea, porque al carecer de ese envidiado -no cabe
duda- y endiablado reflejo intelectual no puede uno -seguro que sí
otro- tener la seguridad de si hablaba el hombre por experiencia
propia -dudoso, murió relativamente joven- o si brindaba otra de sus
frases a la posteridad. En cualquier caso, él fue joven toda su
vida. Porque su talento no fue concebido para durar más que su ardor
juvenil. Y porque los genios deben morir a tiempo. Hay que saber
cuándo morir, y si no se sabe reconocer la fecha con exactitud,
tratar de no morir el día de antes.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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