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Si un hombre...


Si un hombre de traje muy caro y sentado en la cornisa de la azotea de un rascacielos lee aparentemente tranquilo un libro titulado “10 razones para no saltar”, no es aventurado suponer cuál puede ser su estado de ánimo, y aún su previsible intención de futuro.

Si un hombre vestido con un traje de marca que sube en el ascensor de un gran edificio observa con mirada fija e imperturbable la bajada de pasajeros de viaje piso tras piso mientra él espera hasta la azotea para apearse, es razonable que uno sienta curiosidad.

Si un hombre sale por la puerta de una entidad financiera con su exquisito traje hecho a medida mientras sostiene con su mano derecha una cartera de piel extrañamente abierta hasta quedar desdoblada dejando caer al suelo su contenido de informes, expedientes, papeles de diversa importancia y hasta su móvil (¡su móvil!) mientras sostiene con fuerza en su mano izquierda un libro y en su mirada se lee una decisión sin retorno, no es de extrañar que lo miren con cierta extrañeza.

Si un hombre de aspecto impecable entra en una librería, se dirige a la sección de libros de autoayuda y, tras coger y hojear uno a uno casi todos los volúmenes, finalmente lanza una carcajada al leer un título, es comprensible el estupor en las miradas de clientes y empleados.

Si un hombre sentado tras un escritorio de caoba escucha absorto el relato que un cliente con ojos inundados de infinita pena el destino que le han deparado a ese cliente las arriesgadas operaciones financieras que la entidad del hombre tras el escritorio de caoba le aconsejó acometer con los ahorros de toda la vida del cliente; si ese hombre llora cuando el cliente deja su despacho de art decó, uno se preguntaría qué ocurre en el mundo para que un renombrado financiero vierta lágrimas por las desdichas de alguien que nunca le importó como persona.

Si un hombre, un banquero de postín, celebra el cierre de un negocio de altura en un restaurante de no menos postín acompañado en el brindis por colegas y políticos de aún más postín y tras vaciar su copa de cava la estrella contra la mesa, uno puede imaginar las caras de desconcierto de sus compañeros y socios.

Si un hombre logra por fin alcanzar su sueño de siempre y trepar a la cima de una prestigiosa entidad financiera desde la que podrá contemplar el mundo a sus pies, adquirir posesiones de ensueño sin preguntar el precio, hacerse trajes a medida, jugar disfrutando con la vida de las personas, pero no logra sentirse dentro del sueño porque un pellizco en su corazón se lo impide, un aprendiz de psicólogo podría pronosticar que ese hombre acabaría algún día en el borde de una azotea de un rascacielos dudando si tirarse. Y que al final ningún libro de autoayuda evitaría el inevitable desenlace.

Si un solo hombre de esos que disfrutan jugando con la vida de la humanidad se comportara así, yo recuperaría la fe en la sociedad mercantilista y despiadada que nos ha tocado vivir.

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