
Así
que nuestro hombre, el del traje marrón desgastado, entró en la
tienda llevado por la curiosidad y también, por qué no confesarlo,
por la emoción de llegar tarde al trabajo por primera vez en veinte
años. Se topó con una estancia singular y espaciosa de techos altos
con artesonado de excelente calidad, paredes salpicadas de estantes
de diferentes formas y tamaños donde se exhibían artículos de
diversa naturaleza y que tenían un aire extrañamente antinatural
aunque algunos fuesen reconocibles, al menos en parte. Cortinajes de
elaborada factura parecían cerrar el paso a otras estancias anexas
aunque estuviesen sujetos a media altura a una cualquiera de las
jambas que enmarcaban el vano sin puertas que separaba una sala de la
contigua. Calculó, basándose en los muros del poliedro dibujado por
la estancia en la que se encontraba, que habría unos siete recintos
contiguos a dicha estancia, que sería sin duda donde se realizarían
las ventas. En estos cálculos estaba cuando apareció por uno de los
vanos un personaje singular vestido a la manera hindú y que con una
sonrisa que podía ser tan sincera como falsa (de hecho, nuestro
hombre tuvo la impresión de que era las dos cosas a la vez) le
preguntó si podía serle de ayuda. El hombre del traje marrón
desgastado y la corbata mal anudada titubeó porque de pronto
comprendió que había entrado allí solo para curiosear, aunque su
curiosidad seguía intacta porque no había tenido el tiempo o la
sagacidad suficiente para averiguar algo que le aportara alguna
información acerca de la naturaleza de aquel establecimiento.
-Pues
ya que lo pregunta le diré que sí me puede ayudar. Estoy buscando
algo especial -improvisó- algún artículo que tal vez necesito
desde hace mucho tiempo pero que no he podido conseguir en las
tiendas a las que habitualmente acudo.
-Pues
está usted en el sitio perfecto -replicó el hombre con apariencia
de hindú y que tal vez fuese un verdadero hindú a pesar de su tez
clara y sus dientes oscuros- porque en este lugar vendemos cosas
especiales a nuestros clientes.
-¿A
qué se refiere cuando dice 'cosas especiales'?
-A
que es nuestra especialidad: cosas especiales para clientes
especiales.
-¿Le
parezco yo un cliente especial? -preguntó nuestro hombre.
-Todos
nuestros clientes lo son.
-¿Y
cómo puede usted estar seguro de eso?
El
hindú o lo que fuese rió cortésmente.
-Porque
si no lo fuesen jamás se les ocurriría entrar.
Menudo
ladino estaba hecho el falso hindú, pensó nuestro hombre del traje
marrón desgastado, corbata mal anudada y una mancha bien visible en
la pechera de la camisa, blanca aunque algo sucia; quiere liarme
pretendiendo que por el mero hecho de entrar aquí ya uno es alguien
especial. Eso lo podría decir cualquier establecimiento de cualquier
parte del mundo, de hecho podía ser un eslogan publicitario: “Solo
atendemos a clientes especiales, si usted no lo es le rogamos que no
entre”. Muchos idiotas picarían y por supuesto comprarían para
demostrar lo especiales que eran y la tienda aumentaría sus ventas,
al menos mientras durase la ilusión de ser especiales en los
clientes idiotas. O a menos que la competencia copiase más o menos
literalmente el eslogan, lo que llevaría a los idiotas a darse
cuenta del engaño y a no entrar nunca más en ninguna tienda con
esos reclamos tan engañosos.
-Sí,
por supuesto -dijo el falso hindú sacándole de sus pensamientos-,
podría tratarse de una argucia publicitaria, pero en nuestro caso es
absolutamente cierto. Aquí solo entran personas especiales, las
demás ni se fijan en el escaparate que usted observó con tanta
atención hace unos minutos.
¿Le
había leído el pensamiento aquel tipo? ¿Sería de verdad un hindú
de esos que según había leído en alguna parte poseen poderes
sobrenaturales?
-¿Sabe
usted por qué nunca nos equivocamos al calificar a esas personas,
usted incluido, por supuesto, de especiales? Porque enseguida
notamos, nada más acercarnos a ellos, a ustedes, que se preguntan
siempre lo mismo, que si les podríamos estar leyendo el pensamiento,
que si poseemos poderes sobrenaturales, que si somos verdaderos
hindúes. Usted no es una excepción ¿me equivoco?
Aquí
nuestro hombre de traje marrón raído, corbata mal anudada y llena
de arrugas y una camisa manchada de café del día anterior tuvo un
impulso por primera vez en muchos años. Quiso huir de aquella tienda
y regresar a la rutina y la normalidad de sus días sin sobresaltos.
Pero un cambio de inflexión en la sonrisa del supuesto hindú le
retuvo.
-Haría
usted mal si huyera, porque aquí puede encontrar el antídoto para
esa rutina y esa normalidad que ahora se le antojan deseables debido
al pánico que está sintiendo, pero que en realidad están
consumiendo su tiempo y su salud con la implacable lentitud de un
veneno mortal debidamente dosificado. Confíe en mí durante unos
minutos, escúcheme y luego decida lo que le parezca, puede irse o
quedarse, volver a su infierno particular o escucharme y tratar de
salir de él. Además, antes reconoció que necesitaba un artículo
especial que tal vez le hiciese falta, y esta es la tienda adecuada
para adquirir ese producto, se lo aseguro.
La
sonrisa beatífica del hindú no desaparecía de su rostro, pero
ahora había una intencionalidad muy distinta de la asepsia risueña
de antes que parecía corroborar sus últimas palabras.
Definitivamente le leía el pensamiento, podía entrar en su mente y
en sus recuerdos, de otro modo era imposible que supiera de su
infierno particular, el infierno que el hombre del traje marrón
descolorido, corbata arrugada y mal anudada comprada demasiados años
atrás, y camisa con antiguas manchas de café llevaba habitando
veinte años, los mismos que llevaban durando su matrimonio y su
primer y único trabajo. Su matrimonio muerto desde casi el día de
la boda y su trabajo humillante que cada día le erosionaba un poco
más su maltrecha autoestima.
-¿Y
qué tiene que decirme? -tanteó nuestro hombre.
-¿Yo?
Nada, es usted quien tiene que decir algo, y lo hará eligiendo. Se
habrá dado cuenta que en esta maison exponemos artículos muy
disparejos y poco habituales, teniendo como nexo el ser todos ellos
vestimenta, accesorios y adminículos para el gentleman. Usted solo
tiene que mirar atentamente cada uno de los artículos y cuando
sienta el reclamo de alguno, decírmelo. Mientras eso ocurre puede
usted preguntar cuanto se le antoje sobre lo que va viendo, y yo con
sumo gusto le iré explicando. ¿Dispuesto?
Qué
podía perder, ya lo había perdido casi todo, incluso había
considerado la posibilidad de suicidarse en más de una ocasión.
Arrojarse al mar desde el acantilado, ochenta metros de caída libre
y luego la paz. Y aquel hidú le ofrecía ahora esa paz sin necesidad
de suicidarse. Al menos, se dijo, debía probar.
Lo
que pudo ver en aquella tienda no le impresionó en modo alguno. La
mayoría de lo expuesto eran baratijas pretenciosas, representaciones
de mal gusto del universo politeísta oriental. También había
objetos de difícil clasificación pero sin duda concebidos para
tener una funcionalidad concreta aunque desconocida para él. Nuestro
hombre se abstuvo de preguntar nada, aunque se preguntó a sí mismo
por qué motivo aquellos artilugios eran apropiados para los hombres
y no para las mujeres.
-Eso
se lo explicaré cuando me lo pregunte- dijo el hindú
sobresaltándolo.
-Haga
el favor de salir de mi mente, si no es mucho pedir.
-Se
equivoca, amigo mío, es su mente la que pide ayuda a gritos y yo no
puedo pretender que no oigo esos gritos, y tras ellos veo la angustia
y la desesperación. No se enfade conmigo, pero en su situación lo
último que le debería preocupar es que un extraño pudiese ver
dentro de su mente. El dolor, cuando se sabe compartir, duele menos.
Nuestro
hombre recorrió la sala principal sin que nada le llamara la
atención y así se lo dijo al taumaturgo hindú.
-Es
lo que esperaba -dijo este-, en esta sala solo hay baratijas cuya
función consiste en dar un toque de cultura india aunque ninguna de
ellas tiene nada que ver con India, pero eso lo desconoce el hombre
occidental. Nuestra auténtica mercancía se encuentra en las salas
anexas, ¿tiene la bondad de seguirme?
Entraron
en una sala en semipenumbra que parecía más pequeña que la
acababan de abandonar, pero cuando el hindú encendió las luces
comprobó con asombro que era mucho mayor de lo que le había
parecido antes, mucho mayor que la sala principal. Se quedó
boquiabierto porque parecía la sección de caballeros de los
almacenes Harrods en Londres. Una inmensa estancia muy iluminada
donde se veían muy bien clasificadas camisas, chaquetas, pantalones,
ropa interior, bufandas, gorras, pipas de fumar, gafas de sol y un
montón más de prendas y accesorios para caballeros...
-Gentlemen
-puntualizó el hindú.
Nuestro
hombre no le hizo caso por primera vez y se concentró en las prendas
allí expuestas, todas de gran calidad y a unos precios prohibitivos,
pero eso no le detuvo en su recorrido por las diferentes secciones.
Al llegar a la del calzado nuestro hombre aminoró la marcha y miró
de cerca cada uno de los pares que allí había. Y de pronto se
detuvo. Se sintió como paralizado y en trance, mirando con ojos
asombrados un par de zapatos de piel negra, con la puntera
inusitadamente alargada hasta la insolencia o el horterismo o ambas
cosas. Se demoró un buen rato contemplándolos como lo haría un
hipnotizado. Finalmente recordó las palabras del hindú, “Usted
solo tiene que mirar los artículos y cuando sienta el reclamo de
alguno, decírmelo”. No supo qué era aquello del reclamo, pero
ahora lo estaba sintiendo en cada fibra de su cuerpo. Había
comprendido de golpe las oscuras palabras del vendedor, porque sentía
con una fuerza que le hizo tambalear que aquellos zapatos le
reclamaban.
-Los
ha encontrado -escuchó a su espalda. Reaccionó con torpeza,
saliendo del trance.
-Pero
si no le he dicho nada.
-No
ha hecho falta, el reclamo ha sido estruendoso, jamás había visto
nada semejante. Es evidente que esos zapatos le necesitan con la
misma desesperación que usted los necesita a ellos. Cójalos con
cuidado. Eso es, ahora siéntese en el taburete, descálcese y
póngaselos.
Así
que el hombre de traje marrón desleído por el tiempo y las
lavanderías, el de la corbata vieja mal anudada y llena de arrugas,
el de la camisa manchada del café de tantas mañanas (las manchas de
café nunca desaparecen y eso delata al poseedor de una sola camisa)
tuvo que descalzarse unos zapatos remendados que dejaron al
descubierto unos calcetines de diferente color y con los mismos
costurones y tomates. Miró al hindú con aprensión pero la cara de
este era la imagen severa e inmutable de la esfinge. Nuestro hombre
se calzó los zapatos nuevos. Se levantó y paseó para probarlos,
forzando las pisadas, izándose sobre las puntas de los pies,
sometiendo al nuevo calzado a diversas pruebas con el fin de
asegurarse de que le quedaba bien, de que no le molestaría después
de unas horas andando ni le produciría rozaduras. Recordó que no
había revelado su número de pie al hindú, él no había caído ni
se lo había preguntado el otro, pero para su sorpresa y satisfacción
notó que le quedaban como un guante, eran perfectos, si hubiese
tenido que encargar unos zapatos a medida no le habrían quedado tan
bien como aquellos.
-Le
quedan como un guante, si me permite la estúpida y poco
esclarecedora expresión porque un guante, si no te queda como un
guante, no puede ser una imagen que refleje, como pretende la manida
frase, el ajuste perfecto, la perfecta comodidad, la necesaria
elegancia que tal complemento requiere para...
-Quier
callarse de una vez, maldito lector de mentes. Esto es lo que venía
buscando sin saberlo. Con estos zapatos puestos me siento más
seguro, más decidido, menos pusilánime, y créame amigo hindú, yo
podría escribir todo un tratado sobre la indecisión, la inseguridad
y la cobardía. Pero estos zapatos, estos zapatos...
-Lo
entiendo perfectamente, ese es mi cometido con los clientes
especiales, y usted es uno de los más especiales que hemos tenido.
Le deseo lo mejor y espero que lo consiga con la ayuda de estos
zapatos. Adiós.
El
hindú giró sobre sus talones y caminó hacia el vano acortinado.
-¡Espere!
¿Cuánto le debo?
-Ya
nos pagará cuando resuelva sus problemas -contestó sin volverse el
hindú, que desapareció nada más cruzar el vano.
-Cuando
resuelva mis problemas, pero ¿acaso sabe ese pobre idiota a lo que
me enfrento? ¿A lo que me he estado enfrentando estos últimos
veinte años? Me parece que no va a cobra ni un céntimo por los
zapatos.
De
inmediato se arrepintió de haber pensado aquello. Quién sabe si el
hindú podía leer la mente también en la distancia.
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