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Los zapatos nuevos I


El hombre del traje marrón se detuvo a contemplar aquel escaparate. Le había llamado la atención desde que abrieron la tienda dos meses atrás. Él pasaba por allí todos las mañanas a la misma hora camino del trabajo y aunque los comercios de la ciudad abrían más tarde encontraba siempre abierta aquel nuevo establecimiento. Aquella mañana estaba más triste y preocupado de lo habitual y casi sin ser consciente se vio contemplando la variada mercancía que se exponía tras el cristal. La tienda se anunciaba con un nombre extraño y ridículo: 'La Maison del gentleman'. A pesar de que usaba dos palabras de idiomas diferentes entre sí y del castellano se podía deducir que ofrecía artículos de uso exclusivamente masculino, y por la pompa de los extranjerismos elegidos era de esperar que dichos artículos fueran cuando menos caros, pero el nombre no permitía adivinar qué tipo de mercancía se ofertaba. El hombre del traje marrón se dijo que porque llegara tarde un día al trabajo no le sancionarían aunque solo fuera en compensación por los veinte años de llegar diez minutos antes de la hora obligatoria y de salir media hora tarde (cuando no una o dos, o no salir debido al trabajo acumulado en su mesa por su incompetente jefe y trabajar hasta la madrugada y dar una cabezada en el sofá que había en la recepción antes de que el director, que siempre llegaba el primero, lo despertara con el habitual y ruidoso portazo y le dijese: “Pero, hombre, Pablo, ¿todavía dormido?, vamos hombre, vamos, arréglese usted un poco y lávese la cara que parece usted un muerto”, para seguir hasta su despacho con aire despreocupado y silbando una canción con esmerado desafino).

Así que nuestro hombre, el del traje marrón desgastado, entró en la tienda llevado por la curiosidad y también, por qué no confesarlo, por la emoción de llegar tarde al trabajo por primera vez en veinte años. Se topó con una estancia singular y espaciosa de techos altos con artesonado de excelente calidad, paredes salpicadas de estantes de diferentes formas y tamaños donde se exhibían artículos de diversa naturaleza y que tenían un aire extrañamente antinatural aunque algunos fuesen reconocibles, al menos en parte. Cortinajes de elaborada factura parecían cerrar el paso a otras estancias anexas aunque estuviesen sujetos a media altura a una cualquiera de las jambas que enmarcaban el vano sin puertas que separaba una sala de la contigua. Calculó, basándose en los muros del poliedro dibujado por la estancia en la que se encontraba, que habría unos siete recintos contiguos a dicha estancia, que sería sin duda donde se realizarían las ventas. En estos cálculos estaba cuando apareció por uno de los vanos un personaje singular vestido a la manera hindú y que con una sonrisa que podía ser tan sincera como falsa (de hecho, nuestro hombre tuvo la impresión de que era las dos cosas a la vez) le preguntó si podía serle de ayuda. El hombre del traje marrón desgastado y la corbata mal anudada titubeó porque de pronto comprendió que había entrado allí solo para curiosear, aunque su curiosidad seguía intacta porque no había tenido el tiempo o la sagacidad suficiente para averiguar algo que le aportara alguna información acerca de la naturaleza de aquel establecimiento.

-Pues ya que lo pregunta le diré que sí me puede ayudar. Estoy buscando algo especial -improvisó- algún artículo que tal vez necesito desde hace mucho tiempo pero que no he podido conseguir en las tiendas a las que habitualmente acudo.

-Pues está usted en el sitio perfecto -replicó el hombre con apariencia de hindú y que tal vez fuese un verdadero hindú a pesar de su tez clara y sus dientes oscuros- porque en este lugar vendemos cosas especiales a nuestros clientes.

-¿A qué se refiere cuando dice 'cosas especiales'?

-A que es nuestra especialidad: cosas especiales para clientes especiales.

-¿Le parezco yo un cliente especial? -preguntó nuestro hombre.

-Todos nuestros clientes lo son.

-¿Y cómo puede usted estar seguro de eso?

El hindú o lo que fuese rió cortésmente.

-Porque si no lo fuesen jamás se les ocurriría entrar.

Menudo ladino estaba hecho el falso hindú, pensó nuestro hombre del traje marrón desgastado, corbata mal anudada y una mancha bien visible en la pechera de la camisa, blanca aunque algo sucia; quiere liarme pretendiendo que por el mero hecho de entrar aquí ya uno es alguien especial. Eso lo podría decir cualquier establecimiento de cualquier parte del mundo, de hecho podía ser un eslogan publicitario: “Solo atendemos a clientes especiales, si usted no lo es le rogamos que no entre”. Muchos idiotas picarían y por supuesto comprarían para demostrar lo especiales que eran y la tienda aumentaría sus ventas, al menos mientras durase la ilusión de ser especiales en los clientes idiotas. O a menos que la competencia copiase más o menos literalmente el eslogan, lo que llevaría a los idiotas a darse cuenta del engaño y a no entrar nunca más en ninguna tienda con esos reclamos tan engañosos.

-Sí, por supuesto -dijo el falso hindú sacándole de sus pensamientos-, podría tratarse de una argucia publicitaria, pero en nuestro caso es absolutamente cierto. Aquí solo entran personas especiales, las demás ni se fijan en el escaparate que usted observó con tanta atención hace unos minutos.

¿Le había leído el pensamiento aquel tipo? ¿Sería de verdad un hindú de esos que según había leído en alguna parte poseen poderes sobrenaturales?

-¿Sabe usted por qué nunca nos equivocamos al calificar a esas personas, usted incluido, por supuesto, de especiales? Porque enseguida notamos, nada más acercarnos a ellos, a ustedes, que se preguntan siempre lo mismo, que si les podríamos estar leyendo el pensamiento, que si poseemos poderes sobrenaturales, que si somos verdaderos hindúes. Usted no es una excepción ¿me equivoco?

Aquí nuestro hombre de traje marrón raído, corbata mal anudada y llena de arrugas y una camisa manchada de café del día anterior tuvo un impulso por primera vez en muchos años. Quiso huir de aquella tienda y regresar a la rutina y la normalidad de sus días sin sobresaltos. Pero un cambio de inflexión en la sonrisa del supuesto hindú le retuvo.

-Haría usted mal si huyera, porque aquí puede encontrar el antídoto para esa rutina y esa normalidad que ahora se le antojan deseables debido al pánico que está sintiendo, pero que en realidad están consumiendo su tiempo y su salud con la implacable lentitud de un veneno mortal debidamente dosificado. Confíe en mí durante unos minutos, escúcheme y luego decida lo que le parezca, puede irse o quedarse, volver a su infierno particular o escucharme y tratar de salir de él. Además, antes reconoció que necesitaba un artículo especial que tal vez le hiciese falta, y esta es la tienda adecuada para adquirir ese producto, se lo aseguro.

La sonrisa beatífica del hindú no desaparecía de su rostro, pero ahora había una intencionalidad muy distinta de la asepsia risueña de antes que parecía corroborar sus últimas palabras. Definitivamente le leía el pensamiento, podía entrar en su mente y en sus recuerdos, de otro modo era imposible que supiera de su infierno particular, el infierno que el hombre del traje marrón descolorido, corbata arrugada y mal anudada comprada demasiados años atrás, y camisa con antiguas manchas de café llevaba habitando veinte años, los mismos que llevaban durando su matrimonio y su primer y único trabajo. Su matrimonio muerto desde casi el día de la boda y su trabajo humillante que cada día le erosionaba un poco más su maltrecha autoestima.

-¿Y qué tiene que decirme? -tanteó nuestro hombre.

-¿Yo? Nada, es usted quien tiene que decir algo, y lo hará eligiendo. Se habrá dado cuenta que en esta maison exponemos artículos muy disparejos y poco habituales, teniendo como nexo el ser todos ellos vestimenta, accesorios y adminículos para el gentleman. Usted solo tiene que mirar atentamente cada uno de los artículos y cuando sienta el reclamo de alguno, decírmelo. Mientras eso ocurre puede usted preguntar cuanto se le antoje sobre lo que va viendo, y yo con sumo gusto le iré explicando. ¿Dispuesto?

Qué podía perder, ya lo había perdido casi todo, incluso había considerado la posibilidad de suicidarse en más de una ocasión. Arrojarse al mar desde el acantilado, ochenta metros de caída libre y luego la paz. Y aquel hidú le ofrecía ahora esa paz sin necesidad de suicidarse. Al menos, se dijo, debía probar.

Lo que pudo ver en aquella tienda no le impresionó en modo alguno. La mayoría de lo expuesto eran baratijas pretenciosas, representaciones de mal gusto del universo politeísta oriental. También había objetos de difícil clasificación pero sin duda concebidos para tener una funcionalidad concreta aunque desconocida para él. Nuestro hombre se abstuvo de preguntar nada, aunque se preguntó a sí mismo por qué motivo aquellos artilugios eran apropiados para los hombres y no para las mujeres.

-Eso se lo explicaré cuando me lo pregunte- dijo el hindú sobresaltándolo.

-Haga el favor de salir de mi mente, si no es mucho pedir.

-Se equivoca, amigo mío, es su mente la que pide ayuda a gritos y yo no puedo pretender que no oigo esos gritos, y tras ellos veo la angustia y la desesperación. No se enfade conmigo, pero en su situación lo último que le debería preocupar es que un extraño pudiese ver dentro de su mente. El dolor, cuando se sabe compartir, duele menos.

Nuestro hombre recorrió la sala principal sin que nada le llamara la atención y así se lo dijo al taumaturgo hindú.

-Es lo que esperaba -dijo este-, en esta sala solo hay baratijas cuya función consiste en dar un toque de cultura india aunque ninguna de ellas tiene nada que ver con India, pero eso lo desconoce el hombre occidental. Nuestra auténtica mercancía se encuentra en las salas anexas, ¿tiene la bondad de seguirme?

Entraron en una sala en semipenumbra que parecía más pequeña que la acababan de abandonar, pero cuando el hindú encendió las luces comprobó con asombro que era mucho mayor de lo que le había parecido antes, mucho mayor que la sala principal. Se quedó boquiabierto porque parecía la sección de caballeros de los almacenes Harrods en Londres. Una inmensa estancia muy iluminada donde se veían muy bien clasificadas camisas, chaquetas, pantalones, ropa interior, bufandas, gorras, pipas de fumar, gafas de sol y un montón más de prendas y accesorios para caballeros...

-Gentlemen -puntualizó el hindú.

Nuestro hombre no le hizo caso por primera vez y se concentró en las prendas allí expuestas, todas de gran calidad y a unos precios prohibitivos, pero eso no le detuvo en su recorrido por las diferentes secciones. Al llegar a la del calzado nuestro hombre aminoró la marcha y miró de cerca cada uno de los pares que allí había. Y de pronto se detuvo. Se sintió como paralizado y en trance, mirando con ojos asombrados un par de zapatos de piel negra, con la puntera inusitadamente alargada hasta la insolencia o el horterismo o ambas cosas. Se demoró un buen rato contemplándolos como lo haría un hipnotizado. Finalmente recordó las palabras del hindú, “Usted solo tiene que mirar los artículos y cuando sienta el reclamo de alguno, decírmelo”. No supo qué era aquello del reclamo, pero ahora lo estaba sintiendo en cada fibra de su cuerpo. Había comprendido de golpe las oscuras palabras del vendedor, porque sentía con una fuerza que le hizo tambalear que aquellos zapatos le reclamaban.

-Los ha encontrado -escuchó a su espalda. Reaccionó con torpeza, saliendo del trance.

-Pero si no le he dicho nada.
-No ha hecho falta, el reclamo ha sido estruendoso, jamás había visto nada semejante. Es evidente que esos zapatos le necesitan con la misma desesperación que usted los necesita a ellos. Cójalos con cuidado. Eso es, ahora siéntese en el taburete, descálcese y póngaselos.

Así que el hombre de traje marrón desleído por el tiempo y las lavanderías, el de la corbata vieja mal anudada y llena de arrugas, el de la camisa manchada del café de tantas mañanas (las manchas de café nunca desaparecen y eso delata al poseedor de una sola camisa) tuvo que descalzarse unos zapatos remendados que dejaron al descubierto unos calcetines de diferente color y con los mismos costurones y tomates. Miró al hindú con aprensión pero la cara de este era la imagen severa e inmutable de la esfinge. Nuestro hombre se calzó los zapatos nuevos. Se levantó y paseó para probarlos, forzando las pisadas, izándose sobre las puntas de los pies, sometiendo al nuevo calzado a diversas pruebas con el fin de asegurarse de que le quedaba bien, de que no le molestaría después de unas horas andando ni le produciría rozaduras. Recordó que no había revelado su número de pie al hindú, él no había caído ni se lo había preguntado el otro, pero para su sorpresa y satisfacción notó que le quedaban como un guante, eran perfectos, si hubiese tenido que encargar unos zapatos a medida no le habrían quedado tan bien como aquellos.

-Le quedan como un guante, si me permite la estúpida y poco esclarecedora expresión porque un guante, si no te queda como un guante, no puede ser una imagen que refleje, como pretende la manida frase, el ajuste perfecto, la perfecta comodidad, la necesaria elegancia que tal complemento requiere para...

-Quier callarse de una vez, maldito lector de mentes. Esto es lo que venía buscando sin saberlo. Con estos zapatos puestos me siento más seguro, más decidido, menos pusilánime, y créame amigo hindú, yo podría escribir todo un tratado sobre la indecisión, la inseguridad y la cobardía. Pero estos zapatos, estos zapatos...

-Lo entiendo perfectamente, ese es mi cometido con los clientes especiales, y usted es uno de los más especiales que hemos tenido. Le deseo lo mejor y espero que lo consiga con la ayuda de estos zapatos. Adiós.

El hindú giró sobre sus talones y caminó hacia el vano acortinado.

-¡Espere! ¿Cuánto le debo?

-Ya nos pagará cuando resuelva sus problemas -contestó sin volverse el hindú, que desapareció nada más cruzar el vano.

-Cuando resuelva mis problemas, pero ¿acaso sabe ese pobre idiota a lo que me enfrento? ¿A lo que me he estado enfrentando estos últimos veinte años? Me parece que no va a cobra ni un céntimo por los zapatos.

De inmediato se arrepintió de haber pensado aquello. Quién sabe si el hindú podía leer la mente también en la distancia.




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