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Pablo
Ramos nunca había sido un tipo violento. De niño huía de las
trifulcas en el colegio y nunca contestaba a las provocaciones de los
alumnos chuletas. Siempre que podía escurría el bulto, como decían
sus compañeros. Pero no era miedoso, simplemente sentía aversión
por la violencia, le parecían un recurso primitivo y absurdo para
resolver las diferencias. Por supuesto, jamás había tenido un arma
de fuego en las manos y solo la insistencia de su amigo Carlos le
había hecho reconsiderar su postura.
Carlos,
de joven, trabajó como ayudante de un detective privado en Londres,
adonde fue con una beca de estudios, pero su temperamento aventurero
era incompatible con un horario riguroso y unas clases aburridas.
Como era joven y valiente se acostumbró a frecuentar garitos en
barrios peligrosos en busca de aventuras excitantes. Una noche lo
provocaron y sostuvo una pelea de la que físicamente no salió bien
parado pero donde dejó claros su entereza y su desprecio temerario
por el peligro físico. Un tipo que observó la pelea desde la barra
se acercó a él y le preguntó si le gustaría trabajar para un
detective de la ciudad. Él dijo que sí y al día siguiente estaba
sentado frente al detective en un despacho tan ricamente decorado que
más bien parecía el de un boyante empresario. El detective, lo supo
después, era toda una institución en Londres, tenía fama de no
haber fracasado en ningún caso y contaba con influyentes amigos en
Scotland Yard y en el parlamento. De inmediato vio que Carlos
Hernández era un fichaje seguro. Durante cuatro años esa primera
impresión no hizo más que crecer y Carlos se convirtió en la mano
derecha de aquel detective. De él aprendió muchas cosas, entre
ellas el uso de armas de todo tipo, y de él conservada todavía una
pistola con silenciador que el detective le había regalado cuando
Carlos decidió volver a España.
Carlos
había visitado a Pablo en el hotel la noche anterior.
-Te
conozco desde hace mucho, Pablo, y tu nueva actitud, aunque me
complace, no puede ser fruto de una revelación, ¿o sí? Por qué no
le cuentas a tu viejo amigo lo que te está ocurriendo.
Pablo
decidió confiar en él y le narró todo lo ocurrido desde que
encontró por casualidad la tienda del hindú.
Convenció
a Pablo de lo peligroso que podía ser el asunto en el que andaba
metido, pero no fue capaz de disuadirlo de su tozudez.
-Prométeme
una cosa, Pablo, ya no por amistad, si quieres por un mínimo
principio de conservación. Acepta este arma -y le mostró la Remington con silenciador- y deja que te escoja del
hotel un traje decente, y un maletín.
-¿De
qué serviría eso?
-Tal
vez de nada, pero confía en mí. Y sigue confiando pase lo que pase.
-Mira,
Carlos, adonde voy de nada sirven las confianzas, pero si te
complace...
-Sí,
y por favor, no prejuzgues el sitio al que vas. ¿Lo sabe Blanca....
-Deja
a Blanca al margen.
-Como
quieras...
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