Debo esperar el alba, lo
mismo que un profeta, para anunciar la buena nueva de un nuevo día,
para saltar alegre junto a los juncos y junto al río. Debo cantar a
los rayos del sol, a la esperanza, al cielo anaranjado y a las hojas
recién tintadas de los álamos, con un tinte nuevo y copioso que el
cielo regala cada día a quienes quieren verlo como un regalo. Debo
esperar al ocaso que el mismo cielo oscurece con un velo los bellos
tientes con que pintó el día. Y es en el ocaso y muerto de miedo
cuando los cielos anaranjados y la esperanza fría enturbian la
alegría que dura un día, un día no distinto a otro cualquiera.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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