En París hace un frío
que te cagas. El cielo el macizo y gris y no da cuartel, no invita a
salir. Esta mañana le he echado huevos y he salido a pasear. A la
media hora tuve que refugiarme en un pequeño local donde servían
comidas y vinos. Pedí un tinto para entrar en calor y algo no muy
abundante de comida, así se lo especifiqué a la chica de la barra.
Me señaló unos salchichones colgados como propuesta. Dije: “Hombre,
salchichones”. Ella repitió: “sarsisones”. Sí algo así, son
típicos de mi tierra, dije. Ponme una tapita, por favor. Al rato me
plantó en la barra una fuente de rodajas de salchichón. Me la comí
enterita porque estaban buenísimas. La chica me invitó después aun
fromage de goat, que era queso de cabra. Estaba para chuparse los
dedos. Pedí más queso y el nombre del mismo. Me lo apuntó en un
papel. Es un Dominique Latroix, rue Lille 23, 3º-A. A lo mejor
mañana voy a probarlo de nuevo. A mí es que todo lo que huele a
añejo me tira.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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