Aparcado en mitad de la noche frente a
la ventana de mi cuarto y también frente a la ventana del cuarto de
mi madre un interminable parpadear de luces de cigarrillos dentro de
aquel coche siniestro me estaban anunciando desde que la tarde en mi
barrio se deshizo en oscuridad que la amenaza muda que recibí de
Truman el Sordo no había caído en el olvido, que Truman tal vez era
sordo -eso nadie lo sabía con certeza- pero que su memoria
funcionaba como un reloj. Como ese reloj que le birlé a Wilford el
Cegato un segundo antes de que la mirada desencajada de mi amigo Toby
me advirtiera del error que estaba cometiendo y que ya no podría
deshacer porque aunque Wilford fuera cegato -tampoco esto se sabía
con seguridad- poseía un sexto sentido para las cosas que se salían
de contexto, como que un mocoso y harapiento huérfano de policía lo
ridiculizara afanándole en mitad del pasillo del cole, justo a la
salida de los vestuarios, el reloj que Truman le había regalado un
día en agradecimiento a su lealtad de perro con olfato y un sexto
sentido para captar si algo andaba mal en el cole y en el barrio y
andar cagando leches a contárselo al Sordo de los huevos. Y aunque
yo quise dejar a Toby al margen desde el principio ya fue tarde desde
que el Cegato advirtió con su sexto sentido la advertencia contenida
en los ojos de Toby, su mudo grito de alerta que no impidió que mis
dedos se deslizaran fuera del bolsillo de Wilford con un reloj que
desde siempre había pertenecido a mi padre y que solo se separó de
él cuando el sargento McRoy le rebanara los dedos con que mi padre
sujetaba el reloj con la fuerza de los muertos que han muerto a
balazos para no desprenderse de una legítima posesión que debe
acompañarlos más allá de los límites de la vida, hasta una muerte
digna y justa donde lo de cada quien no le puede ser arrebatado
impunemente. Y Wilford gritó al verme correr ya verás tú cuando se
lo diga a Truman, y Toby tuvo un ataque de asma que calmó con su
inhalador de bolsillo y su mirada triste ya se despedía de mí
mientras yo corría como alma que lleva el diablo hasta el cementerio
y buscaba desesperado entre cientos de tumbas idénticas salvo por
las inscripciones en las lápidas la que contenía los restos de mi
padre -Truman Bekford, 1923-1963, nunca olvidado por sus hijos Truman y Gregory y por su esposa Mary- para lanzarme sobre ella y colgar el
reloj en la cruz que la coronaba y rezar una oración entre lágrimas
y mocos y barro y al irme entreví a lo lejos las figuras de Truman y
el corrupto sargento McRoy que me advertían para el resto de mi
vida. Y fue esa noche cuando el coche se estacionó frente a mi
ventana y mi madre bajó a ver qué pasaba y leyó en mi suciedad y
mi llanto que había cumplido mi promesa y me abrazó y meció y
susurró hasta el amanecer, hasta que Truman en persona echó abajo
de una patada la puerta de nuestra casa y subió hasta mi cuarto con
su pistola radiante y la sonrisa del que ha esperado largo tiempo una
venganza y se tomó su tiempo para apuntar, disfrutando, y casi
parecía seguir sonriendo cuando un balazo le atravesó la cabeza
desde atrás y tras un breve titubeo cayó de bruces sobre la
alfombra para dejar franca la vista de Toby, con un arma en la mano y
el aerosol para el asma en la otra, y que sólo atinó a pronunciar
antes de desmayarse que hay cosas que no se le hacen a un padre y a
un compañero ¿verdad, Greg?
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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