En una entrevista a
Joaquín Sabina le oí afirmar que no defiende el toreo porque es
indefendible, pero que a él le encanta. No puedo estar más de
acuerdo con una opinión tan políticamente incorrecta. Los toros, el
toreo como espectáculo, el ir cansando a base de engaños a una
criatura para luego darle muerte y que esa representación de la
muerte inevitable sea también un motivo de esparcimiento y gozo para
gentes que no necesariamente entienden los entresijos de esa faena me
parece algo primitivo. Y por eso mismo, por su visceral primitivismo,
puede ser a la vez un arte y una atrocidad. El hecho de que haya
prevalecido lo primero ante lo segundo forma parte de la historia
medular de esta nación que lleva la fiesta del toreo en sus genes.
Con excepción de alguna comunidad autónoma cuyos gobernantes buscan
la singularidad apelando a la negación como sistema, manque se jodan
los ciudadanos. Sin entrar en pormenores yo destacaría -por destacar algo- de la fiesta
la tal vez justa -y singular- fama de los toreros de éxito con
retribuciones millonarias y una gloria que reciben en loor de
multitudes. Como si fueran, por ejemplo, futbolistas de primer nivel.
Y como estos se lanzan a escribir sus memorias a una edad más bien
temprana, para no dar cuartelillo al duende del olvido, digo yo. Y
ahora vienen las preguntas que a uno le atosigan cada vez que se pone
en plan metafísico. ¿Es necesario siendo un joven exitoso y
supuestamente feliz contar los pormenores de tu corta vida a todo el
que se tome la molestia de leerlos? ¿Son acaso esos pormenores un
modelo a copiar para conseguir tal éxito, o tal vez solo un aderezo?
¿Qué puede explicar un veinteañero, por mucha fama que la avale, a
un octogenario que sobrevivió a una guerra a cara de perro con sus
propios vecinos? La última pregunta, que va sin retraca: ¿Saben de
verdad escribir sin faltas de ortografía esos jovenzuelos?
Transcribo el prólogo de la autobiografía del filósofo Bertrand Russell escrito por él mismo: PARA QUÉ HE VIVIDO
Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación. He buscado el amor, primero, porque conduce al éxtasis, un éxtasis tan grande, que a menudo hubiera sacrificado el resto de mi existencia por unas horas de este gozo. Lo he buscado, en segundo lugar, porque alivia la soledad,esa terrible soledad en que una conciencia trémula se asoma al borde del mundo para otear el frío e insondable abismo sin vida. Lo he buscado, finalmente, porque en la unión del amor he visto, en una miniatura místicala visión anticipada del cielo que han que han imaginado santos y poetas. Esto era lo que buscaba, y, aunque pudiera parecer demasiado bueno para esta vida humana, esto es lo que -al fin...
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