En una entrevista a
Joaquín Sabina le oí afirmar que no defiende el toreo porque es
indefendible, pero que a él le encanta. No puedo estar más de
acuerdo con una opinión tan políticamente incorrecta. Los toros, el
toreo como espectáculo, el ir cansando a base de engaños a una
criatura para luego darle muerte y que esa representación de la
muerte inevitable sea también un motivo de esparcimiento y gozo para
gentes que no necesariamente entienden los entresijos de esa faena me
parece algo primitivo. Y por eso mismo, por su visceral primitivismo,
puede ser a la vez un arte y una atrocidad. El hecho de que haya
prevalecido lo primero ante lo segundo forma parte de la historia
medular de esta nación que lleva la fiesta del toreo en sus genes.
Con excepción de alguna comunidad autónoma cuyos gobernantes buscan
la singularidad apelando a la negación como sistema, manque se jodan
los ciudadanos. Sin entrar en pormenores yo destacaría -por destacar algo- de la fiesta
la tal vez justa -y singular- fama de los toreros de éxito con
retribuciones millonarias y una gloria que reciben en loor de
multitudes. Como si fueran, por ejemplo, futbolistas de primer nivel.
Y como estos se lanzan a escribir sus memorias a una edad más bien
temprana, para no dar cuartelillo al duende del olvido, digo yo. Y
ahora vienen las preguntas que a uno le atosigan cada vez que se pone
en plan metafísico. ¿Es necesario siendo un joven exitoso y
supuestamente feliz contar los pormenores de tu corta vida a todo el
que se tome la molestia de leerlos? ¿Son acaso esos pormenores un
modelo a copiar para conseguir tal éxito, o tal vez solo un aderezo?
¿Qué puede explicar un veinteañero, por mucha fama que la avale, a
un octogenario que sobrevivió a una guerra a cara de perro con sus
propios vecinos? La última pregunta, que va sin retraca: ¿Saben de
verdad escribir sin faltas de ortografía esos jovenzuelos?
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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