Una vez soñé que mataba
al Papa. El hombre no me había hecho nada, al menos de manera
directa, aunque a través de sus prosélitos y maestros míos... pero
eso es otra historia. Digo que no me había hecho nada, pero se lo
estaba haciendo con gran crueldad disculpada a su parecer por una
perenne sonrisa beatífica, a millones de personas en el mundo, sobre
todo a los más pobres que suelen ser para colmo los peor informados.
El peor delito del Santo Padre era, a mi parecer, la
recomendación/imposición de no usar condón durante el coito. Según
él y desde siglos atrás todos los ministros de la iglesia católica,
la coyunda entre hombre y mujer debe tener como finalidad la
procreación. El disfrute es un mal inevitable -un side effect, en
jerga bélica- y debe limitarse a su mínima expresión dentro de las
posibilidades humanas. Y aquí surgen dos debates, a saber: 1) ¿Es
digno alumbrar un niño al mundo sabiendo que trae una condena de
muerte debajo del brazo, condena que cumplirá al poco no sin antes
haber sufrido hambre y miserias por las que no debería pasar un ser
humano y menos si es un niño?; 2) Si se permitiese el uso de preservativos ¿tendría acaso
el semen secuestrado en su camino al ovario entidad de ser humano?
Porque de ser que sí estaríamos cayendo 16 siglos después en la
herejía de Tertuliano, uno de los primeros Padres de la iglesia
expulsado del seno de esta, y como la Iglesia no puede contradecirse debemos concluir que el único daño del uso del preservativo es su finalidad lúdica y por tanto no procreativa -o ambas a un tiempo. Cualquiera de los dos supuestos se me
antojaba insuficiente para tanto sufrimiento de tantos que por no
tener, no tienen ni opción de elegir. Así que en mi sueño me
vengué y maté al Papa, y mi felicidad duró lo que tardé en
comprender que la iglesia es una hidra de infinitas cabezas cada una
de ellas aleccionada para sustituir de inmediato a la ya caída. Y
tuve un sudor frío y la repugnante sensación de un tacto reptiliano
rodeando mi cuello. Pero esto último ya no sabría decir si sucedió
aún en el sueño o habiendo ya despertado.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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