El escritor Juan Marsé, unos
de mis novelistas de cabecera, dijo en una entrevista que aunque escribía sus
novelas en castellano, su lengua materna era el catalán. Hasta aquí nada que
objetar, porque es el mismo caso que Eduardo Mendoza o Vázquez Montalbán y
ambos autores se han desenvuelto con singular maestría escribiendo en
castellano, lo mismo que Juan Marsé. Pero en esa misma entrevista Marsé
comparaba su situación con la de Nabokov y Conrad, autores que escribieron en
inglés siendo sus lenguas maternas, respectivamente, el ruso y el polaco. A mí
me cuesta ver un paralelismo en las situaciones de estos dos últimos
escritores, que tuvieron que aprender inglés ya de mayores y escribir en esa
lengua para ellos tardía, y ausente por tanto en sus recuerdos de niñez que tan
importantes son en la obra de todo autor, y el bilingüismo de Marsé, que
aprendió ambas lenguas de niño. De hecho, creo que fue Mendoza quien comentó en
una ocasión que hablaba en catalán con, por ejemplo, Vázquez Montalbán, por la
tarde y escribía en castellano por la noche. No se trata aquí de una elección
sino de una imposibilidad de transmitir en catalán lo que conseguía con el
castellano. Esto es un hecho inapelable, al menos en esa generación de
escritores. ¿Por qué entonces el comentario de Marsé? Él nunca ha sido un
exiliado. La coherencia de su obra y su propia personalidad hacen difícil
sospechar una adulación tardía al catalanismo más populista. Puede ser que yo
lo haya entendido mal.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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