Uno nunca merece lo que tiene, sea bueno o muy bueno, sea malo o muy malo. El verbo merecer pertenece por desmesurado a un ámbito más bien ilógico como la política o el protocolo desmedido en general. ¿Quién merece nada, algo o todo? Nadie y todos, o tal vez quien nada merece es merecedor de todo. Esto lo dijo, me parece, Jesús de Nazaret con otras palabras más claras y puede que también más crípticas. El merecimiento es la meretriz de las palabras, la puta de todos que a todos atiende y que a nadie consuela. ¿Se merece su fortuna el hombre más rico del mundo? ¿Sus penurias la mayoría de las demás personas? ¿Su sufrimiento el depresivo? ¿Su tonta alegría el irresponsable? ¿Su felicidad el bobo? ¿Su éxtasis el inmaculado y beato creyente? ¿Su vergüenza el tímido? ¿Su altivez la bella? ¿Merecemos algo alguno de nosotros? No, para nada, en absoluto. Se vive, se ama o no, se muere. Eso es todo. Así es la vida. Yo, dijo Sabina, por no tener no tengo ni edad de merecer. Se lo merece, digo yo.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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