Estoy a oscuras en mi camarote con la
oreja pegada a la puerta que comunica con el camarote contiguo. Luisa
y yo habíamos acordado que sería mejor ocupar estancias diferentes, aunque
juntas y con una puerta que las comunicaba muy convenientemente por
si se producía la reconciliación que yo tanto deseaba y entonces
bastaría con dejar abierta esa puerta para unir los dos camarotes.
La idea del crucero había sido mía.
Cada uno sabía desde tiempo atrás de las infidelidades del otro. La
mentira, el engaño, se habían instalado como una rutina en nuestra
relación. En el fondo nos queríamos -yo al menos quería a Luisa
con locura- pero lo que había comenzado casi como un juego (el
adulterio como prueba de amor a través del perdón del engañado) se
nos había ido de las manos. Últimamente se trataba más de hacernos
daño que de buscar signos de un amor incondicional. Habíamos
iniciado un descenso a los infiernos en el que sufríamos cada vez
más, y aquello ya no se podía detener. Había que buscar una
solución rápida y eficaz para terminar con tanto sufrimiento. Y se
me ocurrió lo del crucero.
Los primeros días fueron tranquilos:
ninguno de los dos llevó a nadie a su camarote. Era lo normal porque
así lo habíamos pactado, sería una tregua en la que nos
respetaríamos y ese respeto sería con suerte el primer paso de
nuestro acercamiento. Disfrutábamos de las diversiones incluidas en
el programa del barco. La que más nos gustaba era el show de
Mandoletti, un truhán muy hábil tragando sables, lanzando dagas
sobre una ayudante que se retiraba, una vez arrojados todos los
cuchillos, para dejar ver cómo estos habían dibujado su silueta
sobre una tablón de madera sin ser ni siquiera rozada por un cuchillo.
También hacía Mandoletti un numero con serpientes venenosas que
ponía los pelos de punta, al menos a mí, que tanto pánico me han
producido siempre las serpientes.
La tarde anterior, mientras
comtemplábamos fascinados el show de Mandoletti se me ocurrió la
idea. Tenía que saber que Luisa cumpliría lo pactado y de ese modo
no tendría ya duda alguna de su amor. No me costó mucho convencer a
Mandoletti. Ya he dicho que era un truhán y yo podía darle mucho
dinero si colaboraba. Durante el día cortejaría a Luisa y trataría
de que ella lo invitase a su camarote después de la cena.
Con la oreja apoyada en la puerta
divisoria oigo con claridad cómo es abierta la puerta del camarote
de Luisa. Yo había apagado la luz del mío para que creyese que
estaba dormido. Ruidos de arrumacos primero, un grito sofocado
después. Tan nervioso estoy que apenas me percato de una rápida
punzada en mi pie derecho. El trato con aquel individuo era que si
Luisa se entregaba él, le clavaría un cuchillo en el corazón.
Nadie sabría identificar al asesino porque el truhán había
convenido una coartada inapelable con su ayudante. No puedo asimilar
que Luisa me haya engañado de nuevo. Me siento en el suelo sin
fuerzas, mareado, profundamente herido por lo que he visto. Luisa
muerta por su incapacidad de corresponder a mi amor, por faltar a la
promesa que me dio. Siento sueño. Oigo que mi puerta se abre y
alguien enciende la luz. Es Mandoletti. Lo veo recorrer la estancia
con ojos de halcón hasta que ve a la serpiente y la recoge con
cariño, acariciándola como a un perrito.
-El amor, amigo mío -dice con voz
grandilocuente-, es un sentimiento que encierra la semilla de la
fatalidad y la desgracia. Hay que dejarlo estar, no hacerlo enfadar,
porque nos puede enseñar su otra cara: el odio. Si ponemos a prueba
al amor nos acaba destruyendo.
-Pero yo le pagué muy bien -digo con
un hilo de voz-, ¿por qué me hace esto?
-Repito que el amor lleva consigo la
fatalidad. Su mujer, amigo mio, también estaba poseída por esa
fatalidad que nace de la distorsión del amor. Cuando me acerqué a
ella me caló de inmediato y me hizo confesar su plan, y me pagó una
suma muy jugosa por acabar con usted, dejándola viva a ella, claro.
Pero he decidido acabar con los dos para que no haya testigos, y
también porque soy un romántico, querido amigo. Le confieso que
nunca había conocido a una pareja tan enamorada que se odiase tanto.
Comentarios