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La inutilidad de algunos tratamientos


Cuando los padres de Miguelito llevaron a su hijo al psicólogo a causa de unos problemas de adaptación en el colegio se quedaron sorprendidos del diagnóstico: Miguelito era un superdotado para casi todas las disciplinas académicas pero un completo gilipollas para la vida. El psicólogo les aconsejó que no se preocuparan porque esto era algo relativamente frecuente y además se podía intentar solucionar con una terapia adecuada. El niño era un fuera de serie en lo abstracto y un completo negado en lo práctico. Así que se estableció un programa terapéutico que debía dar los frutos deseados en un año a más tardar. Ya desde las primeras sesiones el terapeuta advirtió que los resultados iban a depender en buena medida de la inversión de la gilipollez de Miguelito, que parecía tener más calado psíquico que las habilidades por las que destacaba su mente. A pesar de los diferentes métodos usados por el especialista para frenar lo indeseable y potenciar lo más valioso en la mente del niño, ninguno de ellos parecía conseguir el impulso terapéutico perseguido hasta el punto de que se estaba invirtiendo el proceso de forma que el área intelectual de Miguelito parecía ir mermando con cada sesión y por el contrario el aspecto práctico debía ser indispensable para una sana madurez se iba atrofiando en igual medida. En resumen, que el niño era cada vez más gilipollas y además estaba perdiendo sus super dotes. El médico se creyó en la obligación de poner a sus padres al corriente de tan anómalos resultados. Los padres no eran lo que se dice unos lumbreras y les traía un poco al pairo que sus hijo fuera un hacha en mates o en química cuántica, pero sí veían con cierto orgullo esa simpleza que ellos creían heredada y que mantenía al chico dentro de los cauces de la normalidad familiar. Así que decidieron que lo habían intentado pero, no sin cierto regocijo, se daban por satisfechos con los resultados. Tenían, como siempre habían deseado -aunque ellos no lo hubieran expresado así-, un hijo tarugo que por fortuna había perdido esos incómodos rasgos del intelecto que harían avergonzar a cualquier padre que se precie. Así que todos gilipollas, todos contentos. Y el psicólogo pasmado.

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