
En las siestas plácidas de los mediodías meridionales, mis cansados párpados, cercanos ya al sueño, apenas aciertan a dejar abierta una línea tras las que las pupilas consiguen difícilmente vislumbrar la perfección de un horizonte vanamente encrespado y rebelde sobre el mar. Hace décadas, pienso, que lo llevo contemplando y sus aserradas cumbres se me antojan cada día más ridículas en su intento por incrustarse en el cielo mortecino del atardecer, como queriendo herirlo, atravesarlo, o tal vez haciéndolo –quién sabe-, como queriendo turbar con su agresiva apariencia la calma de un universo curvo y sereno, hiperbólico, imperceptible y expansivo, que seguirá existiendo cuando el trabajo crudo e impasible de los elementos haya convertido en sedimento esas cúspides ostentosas, esas crestas desafiantes, ese alzamiento superficial y vano de un planeta que no sabe estarse quieto, que no se conforma. Definidamente, este orbe se merece la especie que lo gobierna.
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