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La timidez

Cuando descubrí que de humano no sólo tenía la apariencia me disgusté bastante. Además de los aditivos corporales que me proporcionan ventajas sobre los demás humanos (mis ojos periscópicos, mis orejas orientables junto a una capacidad auditiva fenomenal, y mi sexto dedo –segundo pulgar- retráctil) poseo, para compensar, una tendencia perniciosa a las alergias y un sistema inmunológico bastante pusilánime. Ayer, por ejemplo, me puse a tomar un rato el sol mañanero y me salió un sarpullido en la mejilla izquierda que parecía mismamente la huella de un hostión. Además se me enrojeció el ojo derecho, por lo que tuve que ponerme colirio, pero cogí el bote equivocado e inundé el globo ocular con spray nasal, lo que, además de un escozor bastante incómodo, me dejó casi tuerto para el resto del día, de modo que durante unas cuantas horas tuve más apariencia de alienígena que nunca. Como estamos en carnaval, la peña dio por supuesto que iba disfrazado de Marty Feldman (el que hizo de Igor en “El jovencito Frankenstein”) y me hacían gracias y chascarrillos, lo que me produjo no poco apuro, dado que soy un tímido irremisible.

Es curioso y hasta sorprendente que precisamente yo, que aparte de lo ya mencionado nada más comparto con los humanos, sea tan susceptible a cierto tipo de comentarios. Por ejemplo, si me cruzo con el cartero una mañana cualquiera y me comenta que vaya mala cara que tengo ese día, me entra un canguele con aroma a hipocondría que me arruina la semana. En cambio, si Osama Bin Laden me amenaza de muerte, yo ni me inmuto (claro que el hecho de que esto último nunca haya ocurrido deja margen a la duda, pero no me obsesiono con ello).

 

Hubo un sabio que dijo que con una selección no muy extensa de libros convenientemente releídos el suficiente número de veces, cualquier persona, aunque fuese muy joven, alcanzaría la sabiduría. Es una tesis harto atractiva que, de ser cierta, abriría todo un universo de posibilidades para mejorar la situación actual –y, previsiblemente, futura- del mundo, en todas y cada una de sus facetas. Porque ser viejo y sabio no sirve para nada, como bien sabe quien tras una vida de esfuerzo de superación y afán de conocimiento, recolecta en su otoño vital elusiones y evasivas –cuando no ofensivo desaire- cada vez que emite una opinión o regala un consejo. Pero ser joven y sabio es un hecho inopinado –inédito, dirían los comentaristas deportivos- que muy probablemente enmendaría el gobierno hoy errático de este planeta, aumentaría el nivel de felicidad de sus gentes y, con una pizca de suerte, el Málaga F.C. ganaría la champions. Lo que no dijo aquel sabio es qué libros son los adecuados para semejante empresa. Puede que después de todo no fuese tan sabio.

 

Mi amigo el Cromo tiene a sus viejos pachuchos, así que va cada día a cuidarlos y les dedica los fines de semana. Lo debe de estar pasando mal y eso me apena, así  que desde aquí le envío mi saludo y mi empujoncito de ánimo.

 

“Todas hieren, la última mata”. (Inscripción hallada en un reloj de sol)

 

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