Los padres suelen encontrar en sus hijos el faro de sus vidas. Tal vez por eso hay tanto padre desnortado cuando, al paso del tiempo, sus retoños pierden la luz y se pasan al lado oscuro. Los hay precoces en dicho viraje de rumbo, y con sólo unos añitos se desprenden del aura de querubines y les salen cuernos y rabo, se arman con tridentes y eructan vaharadas flamígeras que huelen a azufre. Se les conoce como pequeños hijos de puta, aunque las madres no siempre participen, al menos de modo activo y consciente, en la maquiavélica conversión, y no sean por tanto merecedoras de tan zahiriente calificativo. Ocupa la habitación contigua a la mía un matrimonio con un pequeño, ya converso, que no cesa de transgredir con sus berridos el límite permitido de decibelios. Habría que multarlo, o quitarle al menos puntos, a descontar, es un poner, de los créditos de su futura carrera, o de su poco probable y también futura paz conyugal. O simplemente, habría que darle dos hostias, por bárbaro y por cabroncete; pero como sus papás, muy ocupados escudriñando el techo desde el sofá, en busca sin duda de telarañas -para tener algo de lo que quejarse a la dirección del hotel mientras su pequeño demonio corretea rebuznando y tirando cuanto encuentra a su paso- no dan síntomas de compartir las excelencias de los métodos educacionales conductivistas, cabría plantearse darle dos hostias a ellos, para ver si aprenden a enseñar, en vez de desentenderse de los desmanes del fruto de su sangre, enano hijoputa de momento, pero con una prometedora carrera de villano, delincuente y maltratador por delante. Y si no, al tiempo. Por cierto, el cabrón bajito se llama Antonio.
Transcribo el prólogo de la autobiografía del filósofo Bertrand Russell escrito por él mismo: PARA QUÉ HE VIVIDO
Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación. He buscado el amor, primero, porque conduce al éxtasis, un éxtasis tan grande, que a menudo hubiera sacrificado el resto de mi existencia por unas horas de este gozo. Lo he buscado, en segundo lugar, porque alivia la soledad,esa terrible soledad en que una conciencia trémula se asoma al borde del mundo para otear el frío e insondable abismo sin vida. Lo he buscado, finalmente, porque en la unión del amor he visto, en una miniatura místicala visión anticipada del cielo que han que han imaginado santos y poetas. Esto era lo que buscaba, y, aunque pudiera parecer demasiado bueno para esta vida humana, esto es lo que -al fin...
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Un abrazo
Susana