Los padres suelen encontrar en sus hijos el faro de sus vidas. Tal vez por eso hay tanto padre desnortado cuando, al paso del tiempo, sus retoños pierden la luz y se pasan al lado oscuro. Los hay precoces en dicho viraje de rumbo, y con sólo unos añitos se desprenden del aura de querubines y les salen cuernos y rabo, se arman con tridentes y eructan vaharadas flamígeras que huelen a azufre. Se les conoce como pequeños hijos de puta, aunque las madres no siempre participen, al menos de modo activo y consciente, en la maquiavélica conversión, y no sean por tanto merecedoras de tan zahiriente calificativo. Ocupa la habitación contigua a la mía un matrimonio con un pequeño, ya converso, que no cesa de transgredir con sus berridos el límite permitido de decibelios. Habría que multarlo, o quitarle al menos puntos, a descontar, es un poner, de los créditos de su futura carrera, o de su poco probable y también futura paz conyugal. O simplemente, habría que darle dos hostias, por bárbaro y por cabroncete; pero como sus papás, muy ocupados escudriñando el techo desde el sofá, en busca sin duda de telarañas -para tener algo de lo que quejarse a la dirección del hotel mientras su pequeño demonio corretea rebuznando y tirando cuanto encuentra a su paso- no dan síntomas de compartir las excelencias de los métodos educacionales conductivistas, cabría plantearse darle dos hostias a ellos, para ver si aprenden a enseñar, en vez de desentenderse de los desmanes del fruto de su sangre, enano hijoputa de momento, pero con una prometedora carrera de villano, delincuente y maltratador por delante. Y si no, al tiempo. Por cierto, el cabrón bajito se llama Antonio.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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Un abrazo
Susana