
A pesar de lo que asegura la leyenda, Darwin nunca afirmó que el hombre desciende del mono. Lo dijo, gritando, un sacerdote en el museo de Ciencias Naturales de Oxford, en tono de chanza y buscando groseramente la descalificación científica del gran Charles. Sólo décadas más tarde los científicos aunaron las teorías tanto de Darwin como de Mendel y le otorgaron el mérito que en su época les fue negado. Lo curioso y, para mí, meritorio de estos dos genios de las ciencias biológicas no es sólo que no hicieron aspavientos en protesta por el desprecio a sus trabajos por parte de la comunidad científica, sino que siguieron trabajando como si nada hubiera pasado, con tesón y humildad, hasta el final de sus días. Mendel alcanzó el privilegio de llegar a ser abad de su convento, egregio puesto para quien a nada más aspira. Hoy en día sus postulados son respetados en todo el orbe y conocidos como “teoría evolucionista”, teoría que se opone -y sólo a causa de la evidencia de sus hallazgos, nunca como crítica moral o simples ganas de llevar la contraria- al creacionismo cristiano. Darwin y Mendel fueron para la biología lo que Galileo y Newton para la física. Grandes mentes que guardaron fidelidad a sus descubrimientos; jamás renunciaron a la lógica de sus hallazgos, salvo, con la boca pequeña, Galileo; dieron impulso a la sed de verdad, durante tanto tiempo y gracias mayormente a la intervención del conservadurismo necio de la Iglesia y los estados regidos por esa Iglesia más o menos solapadamente, reprimida. Fueron, en definitiva, mártires no ejecutados -aunque pudieron haberlo sido- de la ciencia moderna, la que tiene como fin mejorar la vida en este planeta y contribuir al crecimiento vital y moral de sus habitantes.
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