Yo, Bvalltu, el enviado de las estrellas, comienzo a creer que mi estancia en este mundo es la respuesta al deseo de un ente superior cuyos designios son, de momento, una incógnita tanto para los humanos como para los seres de un orden cósmico superior que, como yo mismo, no atinamos a descifrar el oscuro objeto de tal deseo, disposición u orden. Me dice mi madre galáctica, en uno de los muchos contactos mentales que mantenemos, que no existe un principio creador del universo, que no me coma el tarro. Pero no puedo evitar sentirme contagiado por los sobrecogedores rituales de los adoradores de distintos dioses que existen en este planeta, encaminados a ganarse su favor y, en numerosas ocasiones, ponerse hasta el culo de licores diversos, al parecer propiciadores de la conexión con los dioses, pese a que en casi todas las religiones el consumo de alcohol, más cuando precede a un rito de homenaje divino, está no sólo mal visto, sino hasta prohibido. Lamento confesar que desconozco el porqué de hallarme desde hace varios siglos en este orbe y que no sé cuándo concluirá mi ya dilatada estancia. Si después de todo existe un ser superior que todo lo dispone a capricho, me ha hecho un flaco favor situando mi existencia entre gentes tan rudas e ignorantes. Si mi situación es fruto de una desgraciada casualidad, la acepto y ceso en mis quejas. Pero que conste que mejor vida llevaría entre los saturninos, mucho más civilizados y tolerantes que los humanos. ¿Qué cómo lo sé? ¿El qué, que existen los saturninos o que son mejores personas que los humanos? Es que si no concretáis no puedo dar una respuesta adecuada.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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